Por lo poco que sabemos, nuestros correos fueron interceptados, los teléfonos intervenidos y las computadoras hackeadas. Y no solo de autoridades y gobernantes. A ciudadanos comunes y corrientes nos invadieron. ¿Con la sola intención de advertir en qué momento pecamos, aterrorizamos o desestabilizamos el sistema?
Cuando lo supe, advertí a mis personas más cercanas o con quienes intercambio correos, chateo o por último “coqueteo”. A su modo, cada una reaccionó sorprendida e indignada: ¿Por qué conmigo? ¿Qué hago que sea de su interés? ¡Qué terrible!
Lastimosamente la reacción social, colectiva o política ha sido tibia, todavía. Como si fuese normal o no nos importara, desde nuestra condición pacífica, que no pone en riesgo nada ni a nadie. La pregunta que ronda en el ambiente es qué parte de uno queda expuesta, violada, amenazada o vulnerada. Si no reaccionamos quizá sea porque no nos afecta nada o porque hacemos las cosas sin afán de agredir a nadie y bien pueden los aparatos de seguridad de Estados Unidos hacer lo que quieran con esa información.
Recuerdo cómo en los ochenta los pesquisas nos vigilaban, pero también sé que lo hacían a través de terceros. Como ahora. Con aquellas personas “voluntariosas” que cobran cheques dos veces al mes por hacer informes para agencias tercerizadoras de seguridad. Esas personas, por lo que me han dicho, viven muy cómodamente, haciendo unas horas extras para garantizar a ese aparato de seguridad externo la confianza de que por aquí todo camina hacia el comunismo y por lo tanto requieren de ellos, de esos informantes, para impedirlo.
Y por eso se reúnen con los enviados, algunos colombianos o cubano-estadounidenses (en español se entienden mejor, con el inglés es un riesgo), en hoteles de lujo como si fuese una reunión de turistas que de “casualidad” conversan en una cafetería. Esos informantes de ahora, ¿de qué pueden hablar, qué riesgos corren, cómo sospechan que su vida está en peligro o de qué modo el Estado puede afectar sus estabilidades económica, sicológica, política o emocional?
Ellos dirán: “Una palabra mía bastará para salvarnos”. Yo les diría que una palabra suya bastará para condenarse, porque hacer uso de la palabra y sus significaciones para crear mundos sensacionalistas o alarmistas es el modo más perverso de vivir, vivir en la absoluta condena. Igual que hicieron aquellos que en los ochenta y noventa nos “delataron” y cobraron, luego se fueron para Estados Unidos o se quedaron arrastrando el descaro más grande. Solo nos hizo falta un Assange o un Snowden en esos años para saber cómo trabajaban o cómo justificaban la desaparición de los hermanos Restrepo. Si hubiesen existido esos Snowden o Assange en nuestros tiempos podríamos estar más seguros de lo que en realidad afectamos al sistema. ¿Se acuerdan todo lo que dijeron del cabo que osó revelar lo ocurrido con Santiago y Andrés Restrepo?
Por ahora solo nos queda una certeza: tienen todo lo que pensamos, decimos o intercambiamos. Lástima que se pasen horas y horas sin encontrar nada que puedan lanzarnos en la cara o filtrar a esos medios agenciosos (palabra derivada de agente) para publicar en primera plana. Somos seres humanos con una voluntad enorme de paz que ni siquiera interceptados, hackeados o intervenidos vamos a cambiar.