Un año después del terremoto del 16 de abril de 2016, la mayoría de los habitantes de la isla de Muisne (Esmeraldas) había regresado a sus casas aunque la zona fue declarada inhabitable tras el sismo.
El argumento que repetían los pobladores era básicamente que no podían dejar atrás sus vidas a pesar de los eventuales riesgos de desastres que pudieran presentarse en el futuro.
Una idea que suelen repetir damnificados en el país, trátese de quienes viven en las cercanías de volcanes activos como el Tungurahua o Cotopaxi, de gente que construyó sus casas en laderas susceptibles a deslaves en Quito o de personas que habitan por décadas en zonas que se inundan prácticamente todos los años en la región Costa.
En la mayoría de estos casos, la responsabilidad de la ubicación de viviendas en zonas de riesgo es compartida: por municipios que poco o ningún control han ejercido sobre dónde se asientan sus ciudadanos; y, en menor medida, por la gente que presa de la desesperación por tener un hogar lo construye en cualquier parte, sin medir las consecuencias.
La ubicación de la vivienda, sin embargo, es solo un aspecto de la prevención de riesgos en un país como Ecuador, ubicado en el llamado Cinturón de Fuego del Pacífico y expuesto, por tanto, a movimientos sísmicos y erupciones.
A raíz de eventos como la reactivación del Tungurahua, el Pichincha, a fines del siglo pasado, o el terremoto de 2016, se han multiplicado los mensajes de estar preparados para hechos de este tipo.
Sin embargo, la mayoría de familias no cuenta con la mochila de emergencia que se recomienda tener, muchos no conocen cuál es el punto seguro más cercano a su residencia ni han establecido un punto de encuentro con sus seres queridos si la emergencia ocurre cuando estén separados.
Ello muestra que el nivel de preparación ante desastres en el país es bajo. Y cuando ocurren los hechos terminamos culpando a las autoridades. (O)