La movilización mundial contra el sistema económico causante de la pobreza, quiebras y desesperanza no puede pasar de una foto, y menos de una anécdota. Si los líderes mundiales, que de rato en rato se reúnen para evaluar al planeta, no toman en serio el mensaje no serán capaces de aportar a la solución de, quizá, la mayor crisis del capitalismo. Los supuestos expertos no pueden volver a reunirse en Davos y reproducir las mismas recetas de siempre.
Y sí: se trata de una crisis múltiple. Por un lado están las cuentas y la economía, pero también está en claro que el modelo como tal insiste en condiciones y supuestos equilibrios a partir de una matriz: la acumulación del capital con base en la injusticia, desigualdad y exclusión. De hecho, uno de los más connotados filósofos contemporáneos, Zygmunt Bauman, ha dicho con absoluta precisión que el origen de todos los graves problemas de la crisis actual tiene su principal causa en “la disociación entre las escalas de la economía y de la política”. Según él, las fuerzas económicas son globales y los poderes políticos, nacionales.
Por eso se entienden muchos de los fenómenos políticos ocurridos a nivel planetario en los últimos años: mientras los políticos llegan al poder con un discurso reformador y a veces con tintes revolucionarios, en el ejercicio del cargo, sometidos a los poderes fácticos y las empresas transnacionales, revierten todo su programa.
Si la política no afronta con responsabilidad la crisis económica, entonces los conflictos políticos serán más graves en economías casi destrozadas.
Los “indignados”, particularmente en EE.UU., son la prueba de lo anterior y señalan el camino de una discusión emergente: ¿cuál es el modelo que se ajusta a las necesidades de la gente y no solo que se sostiene en la ficción de las bondades del mercado? A partir de ahí podríamos discutir cómo se puede responder con otro modelo, que bien puede ser el del Buen Vivir, en toda su complejidad y hasta profundidad.