Crónica a pie
Las casas viejas son parte del recuerdo de unos pocos
Cuando se han vivido más de 80 años, casi todos los recuerdos son viejos recuerdos. Por eso don Pablo, Pablo Herrera para ser más exactos, los tiene contaditos y los ubica en su inventario de menor a mayor. La infancia, los amigos, los juegos, el amor... y las casas. Claro, las casas, esos lugares que no son ellos sino quienes los habitan -como diría César Vallejo-, quienes le dan vida, suben sus escaleras, se asoman por sus ventanas y laten en cada uno de sus rincones.
¿Cuántas casas de esas recuerda don Pablo? A ver: la de los Vernimmen, la Quinta Piedad, la Casa Verde, la de las Cien Ventanas, la cueva de Alí Babá -llamada así porque la habitaban, en su mayoría, profesionales del Derecho no tan derechos- y, desde luego, la suya propia, la de Luque y Machala, cerca de un carrusel con cuatro caballitos en donde sacó a pasear sus ilusiones todavía menores de edad.
“Guayaquil ha cambiado tantísimo que ver a una de esas casas es encontrarse con la historia, con su pasado de cosas perdidas. Es como entretenerse con la vida que ya no es”, musita don Pablo, aquejado de nostalgias en cada uno de sus ojos.
Eran casas grandes, de gente pudiente, algunas de los ‘gran cacao’ -esos ecuatorianos afrancesados por la generosidad del campo-, pero otras eran de presidentes y empresarios. Ninguna de ellas pasaba de la calle Esmeraldas, porque ese era una especie de límite entre lo urbano y lo suburbano.
Por ejemplo, estaba la de los Verninmen, en Tomás Martínez y Rocafuerte, propiedad de Pedro Vernimmen, un holandés acaudalado, dueño de un par de barcos, que llegó por estas tierras por los 1900 y decidió ponerle fin a su existencia luego de que sus ojos azules decidieran no servirle para nada.
Tenía, como casi todas las de la época, puertas de más de dos metros de altura, eran de madera, a doble hoja. En mitad de la escalera había otra puerta, igual de grande, que interrumpía el zaguán y, arriba, un corredor, también de madera, en cuyos cuatro costados estaban múltiples departamentos o cuartos. Desde un costado de la sala, un piano de factura extranjera, de vez en vez, se dejaba tocar por manos femeninas para evocar a Mozart o a Beethoven. En el centro de la casa había un patio grande. Los postes del portal eran una combinación elegante de madera y zinc. Las ventanas, de chasas, eran de barajas, y desde allí se veía el Guayaquil que cantaron los Ibáñez y Safadi, con sus calles enlodadas y los hombres de riguroso terno y sombrero, a pesar del calor porteño y sus fatigas.
Don Pablo estuvo en ella a poco de cumplir los 10 años, cuando su padre lo llevó a conocer a unos parientes de refinado linaje. Uno de ellos, incluso, había vuelto de Italia luego de tratarse de tú a tú con el mármol de Carrara. Por eso la tiene fija en su memoria y, cuando sale al centro de la ciudad, cree poder encontrarla en medio de los rascacielos arrimados unos a otros, tal como si quisiera encontrarse a sí mismo, como si 80 años no fueran nada y aún circulara el tranvía eléctrico con ese chofer de sombrerito negro que siempre iba de pie.
Vana gestión la de don Pablo, porque de esas casas, en verdad, existen muy pocas. De la Quinta Piedad, una mansión propiedad de la familia Castillo -fundadores de diario EL TELÉGRAFO- no quedan ni las enormes palmeras que la flanqueaban. El último uso que le dieron fue el de conventillo. Tan grande era que, por alguna necesidad, sus últimos dueños decidieron dividirla y alquilar sus cuartos a bajo precio. Hoy solo es un recuerdo de marchita majestuosidad. Todo eso lo sabe don Pablo; y quizás no solo don Pablo sino otros guayaquileños, a quienes nadie nunca les pregunta por la importancia de esas viviendas que, poco a poco, van siendo parte de la memoria escasa, también, de unos cuantos libros en sepia o en blanco y negro, de álbumes secretos, de recortes clandestinos, de pretéritos ecos.
Otra de las casas añejas que recuerda aún está en pie, negándose a morir, la de las calles Hurtado y Machala. De ella no recuerda a sus dueños, solo que su padre, en la tienda de la esquina, compraba café Zaruma, pan caliente y mantequilla, todas las tardes, para el cafecito de las siete de la noche o el desayuno del día siguiente. “Algunas son llamadas patrimoniales, se las ha cuidado, como la de 10 de Agosto y Chile. Lo malo es que de la casa original solo queda es el modelo porque les han cambiado los materiales. No tienen nada auténtico”, se queja don Pablo, como queriendo proclamar que el gris antiguo les daba un señorío invencible.
A poco de identificar sus últimos recuerdos, don Pablo ya no quiere hablar. La memoria le esconde las cosas más lejanas en sitios remotos. Y quizás sea mejor así, porque el hombre, testigo presencial de esas casas sin ascensores ni accesorios electrónicos, no quiere pelearse con el presente, ese que habita hoy, rodeado de alocados artilugios, PlayStation y WhatsApp. Para qué más tristezas... (F)