Crónica a pie
Ella cree que, sin celular, su vida valdría la mitad...
Norma se levanta a las 5 de la mañana. Lo hace no gracias al gallo trovador del vecino ni a su reloj biológico, lo hace porque su celular tiene la grata costumbre de sonar de forma particular cada vez que alguien le manda un mensaje. El sonido, aunque similar al de miles de teléfonos, para ella es tan suyo, tan personal, tan propio, que lo reconocería entre el grito de gol de una final del Clásico del Astillero.
Mira la pantalla e identifica en ella las palabras de Juan, su jefe inmediato, quien le recuerda las obligaciones que tiene pendientes durante el resto del día. Ella lo asume como un mandato y, por un momento, quisiera que no le llegara ningún otro mensaje. Se levanta, se cepilla los dientes y le echa un vistazo a su hija Paula, de 19 años, acostada del lado derecho de la cama. Se mete a la ducha y, otra vez, el teléfono la convoca a mirarlo con detenimiento.
Esta vez es un WhatsApp que le está avisando que el fin de semana el grupo de bachilleres del colegio Ana Paredes de Alfaro se reunirán en el San Marino para festejar el regreso de Matilde, una amiga común que acaba de llegar de Italia luego de 15 años de ausencia y quiere parlar de lo lindo sobre todas sus experiencias. Termina de bañarse, de exponer sus intimidades al chorro frío de la ducha, y vuelve a mirar a su hija, ahora del otro lado de la cama. Está linda la nena, aunque se parezca al padre ausente.
Ya son las 7:30 y se sienta a la mesa a desayunar un huevo frito con pan y café con leche. En su mente va ubicando, uno por uno, los deberes del día. Se levanta, le da un beso en la frente a su hija y le dice que se cuide, que regrese pronto de la universidad, que vea que están solas. Muy solas.
A poco de subirse al auto para ir a la oficina -una dependencia pública-, se acuerda de que el fin de semana último sus primas estuvieron de farra en una ciudadela de Samborondón y ella no ha visto las fotos que, de seguro, están lindas, con piscina de fondo y todo. Sin poder esperar, a la primera luz roja que se le cruza, se conecta con el Facebook y, efectivamente, las primas se han adueñado de la felicidad y merecen un aplauso y muchas caritas felices, de esas que se copian sin esfuerzo y son iguales de sinceras. Un pito contumaz le recuerda que el semáforo cambió de luz y debe continuar. Con el rabo del ojo sigue viendo cómo a las chicas les cogió la noche y luego la madrugada. Vaya -piensa- qué linda vida la de las primas, siempre disfrutando la vida como se debe, a 100 kilómetros por hora.
Cuando llega al trabajo lo primero que hace, incluso antes de saludar a sus congéneres, es conectar su celular al cargador para que no se le ocurra, ni por un momento, apagarse justo cuando lo está escudriñando.
Enciende la computadora, le mete la contraseña que es algo así como la combinación de su nombre con el de su hija, y la primera imagen que le da la bienvenida es, otra vez, la del Facebook, que le pregunta, como todos los días, qué está pensando. Esto la pone a ‘pensar’ y anota que se siente feliz porque es lunes y el fin de semana tiene previsto irse a la playa, pase lo que pase. A los pocos minutos, las reacciones de todas partes de Ecuador y del mundo se suman, generosas, a esa felicidad innegociable de saberse libre y soberana en unos días.
Una llamada de su hija interrumpe aquel romance con el locuaz artefacto y la pone seria un poquito: llegará tarde por cierto asunto imprevisto en la clase. Ah, la juventud, siempre con sus urgencias innecesarias, tan superficiales.
Al mediodía, una avalancha de tuits le saturan el teléfono que, aunque inteligente, parece no darse abasto con tanta información de aquí y de allá.
Avanza en su trabajo y, cuando cree haber cerrado parte de la agenda, recibe una videollamada de Raúl Al-Maliki, un palestino al que conoció por el Facebook y del que se ha imaginado tiene todas las cosas buenas de la vida, desde que es millonario hasta que tiene medidas grandes en los zapatos y en otras partes. Intercambian sonrisas, algunos cariños, un par de besos y la promesa de tenerse presentes en sus sueños e ilusiones por el resto de sus vidas. Era el padre que quería para su hija. Norma se siente feliz y eso que el celular no es de los que quisiera, sino uno chico, no tan acorde a sus exigencias espirituales.
Con el fin de mes se promete comprarse uno, así se endeude y la pensión de la niña se vea en apuros. Al fin y al cabo, ella también merece ser feliz. Revisa la carga del móvil, que está al 40%, y cree que sí, que le alcanzará para, una vez afuera de la oficina, volver a buscar a las primas y a Raúl, su amor de lejos.
Sale a la calle y observa que decenas de personas miran las pantallas de sus teléfonos como si estuvieran esperando una señal para irse al cielo. Los envidia sinceramente, pues, a las 5 de la tarde, con toda la soledad encima, nadie se ha acordado de su vida. Ni siquiera su hija que, para colmo, ese día llegará tarde.