Julio Pazos Barrera, escritor ecuatoriano
Un poeta cuya vida fue marcada por el terremoto de Ambato
Mientras fuma como si el humo que aspira y exhala le trajera paz a su espíritu y a sus palabras, cuenta que unos 25 especialistas (“facultativos, como diría Moliere”, ironiza) lo han examinado.
Todos, desde médicos generales hasta psicólogos y psiquiatras, le han dicho lo mismo: sus enfermedades como la psoriasis (muerte de la piel) y la diabetes -que padece desde hace cuatro años- son resultado del estrés que nunca superó desde que, cuando tenía seis años, vivió el violento terremoto que en 1949 destruyó Baños (su tierra natal), Pelileo y Ambato, la capital tungurahuense.
Poco antes de que nos reuniéramos en su estudio -una habitación rectangular colmada de libros, cuadros de pintores famosos, retratos de la reciente fiesta que le organizaron los hijos por los 50 años de matrimonio, antigüedades, artesanías, cristos y vírgenes de Caspicara, retablos- esperamos unos minutos afuera, en la esquina de las calles Valladolid y Lugo, en el tradicional barrio quiteño de La Floresta.
En el muro que da a la Valladolid leo un rótulo que, en letras grandes escritas sobre una cartulina amarilla, dice “fanesca, entrega a domicilio”, y dos números de celular.
Sobre la puerta de hierro, dibujado por manos de artista, dice “El ajicero”. Luego me enteraré de que es un restaurante creado por una de las nietas y que ocupa parte de la planta baja en la amplia casa de dos pisos donde habita uno de los más grandes poetas contemporáneos del Ecuador: Julio Pazos Barrera.
Allí viven el escritor, de 74 años; su esposa Laura (exmaestra de colegio) y su nieto Joshua. La vivienda es una suerte de museo espontáneo. El patio de la entrada está decorado por seis piedras de moler morocho y un pequeño jardín con distintas flores. Las escaleras que llevan al segundo piso están adornadas por máquinas de coser Domestic, bandejas de bronce, planchas a carbón, retratos del poeta…
Laura, con sus ojos verdes claros, nos pide esperarlo unos minutos. Él está en la cocina preparando la fanesca que al mediodía disfrutará la familia: sus tres hijos, Alexis (49), Yavirac (48) y Santiago (40), sus seis nietos y una biznieta.
Pazos está jubilado hace cinco años, cuando dejó las aulas de la Universidad Católica, donde fue catedrático de la facultad de Pedagogía y Literatura por 34 años.
Pero el retiro no le he traído descanso. Al contrario, hoy vive una época intensa: creó la Asociación de Docentes Jubilados de la Universidad Católica. Preside el Grupo América, formado por intelectuales y escritores. Es “censor” (término que no le gusta) de la Academia de la Lengua, cargo que ocupó durante muchos años el recientemente fallecido escritor Hernán Rodríguez Castelo. Dicta cursos abiertos de arte quiteño en el museo Jacinto Jijón y Caamaño. Y sigue leyendo mucho. Y escribiendo mucho.
Es un personaje muy gestual, de sonrisa fácil y larga, y fecunda conversación. Podríamos hablar horas y hasta días o semanas sin descansar, pues su existencia es una historia maravillosa y sorprendente que él agradece mucho: “Me ha ido bien en la vida, pero todo tiene su precio”.
Es un hombre de un metro con 67 centímetros de estatura, contextura gruesa, aunque no gordo pero sí con una barriga algo prominente. Su cabello abundante, peinado hacia atrás y hacia arriba, es tan blanco que brilla con un rayo de sol que se cuela por alguna ventana del estudio.
Recuerda con cariño a su amiga Gladys Jaramillo, quien junto a Laura fueron las promotoras de uno de los hitos en su trayectoria literaria: ellas enviaron a Cuba el libro Levantamiento del país con textos libres, que en 1982 ganó el prestigioso premio Casa de las Américas e hizo que el Ecuador empezara a enamorarse del poeta.
No ha militado en ningún partido político porque le parece que un escritor no necesita ese tipo de filiación para tomar conciencia de que su oficio no le da derecho a ser indolente frente a la miseria, frente al dolor, frente a la injusticia, frente a la necesidad de sumarse a los procesos de transformación del país en beneficio de los humildes.
Es católico porque está convencido de que es falso que un escritor no debe tener una religión. “Pero una religión comprometida con los pobres, como lo hizo monseñor Leonidas Proaño, como lo establece la Doctrina Social de la Iglesia”.
Hay que separar las cosas, sin embargo, “porque un poema no puede ser un panfleto” aunque hable del hombre común, del paisaje, de las raíces, de las vicisitudes humanas.
Entre sus lecturas de siempre, las más profundas y que más lo conmueven, están las obras del peruano César Vallejo y el español Antonio Machado. En poesía clásica son sus referentes San Juan de la Cruz y Francisco de Quevedo.
Cuando está por terminar su tercer cigarrillo reflexiona como mirándose a un espejo invisible: “No confundo la vida real con el texto porque las emociones no determinan el lenguaje, cuyo uso es el principal conflicto en el trabajo del escritor. Tampoco hago poesía de sonetos ni escribo bajo las reglas ortodoxas. Solo sigo ritmos y pausas porque es lo que siento, aunque parezca –como decía Umberto Eco- un autor empírico”.
En 2010, Pazos recibió del expresidente Rafael Correa el Premio Nacional de Cultura Eugenio Espejo. Ese galardón le recuerda sus lazos indirectos con el poder, por ejemplo cuando rememora que uno de sus primeros trabajos fue el de corrector de actas del Senado y, luego, compilador y editor de las obras de Corina Parral, esposa del cinco veces presidente José María Velasco Ibarra.
Estudió en Colombia y España, donde obtuvo el doctorado en Literatura. Ha visitado y vivido en decenas de países. Pero siempre con miedo a la velocidad de aviones, trenes y autos.
Teme los estruendos y sacudones de motores y máquinas, quizás porque parecen réplicas del terremoto que nunca olvida. Pero esta condición humana tan frágil es, justamente, lo que le convirtió en un ser sensible que no podría haber sido otra cosa que poeta. (I)