El debut de Natalia García Freire está entre las mejores novelas de 2019
La cuencana Natalia García Freire (1991) lanzó este año su primera novela Nuestra piel muerta, con la editorial española La Navaja Suiza. Su libro fue comentado en diario El País por la escritora Marta Sanz, ganadora del Premio Herralde de Novela 2015, y consta entre los 12 mejores libros de 2019, seleccionados por el periodista y crítico literario Jorge Carrión para The New York Times.
Para Carrión, “los mejores libros de 2019 han sido escritos por mujeres”. Señala que “por demasiado tiempo, obras extraordinarias escritas por mujeres habían pasado desapercibidas. Este año, esa omisión sería imposible: la mejor producción literaria ha sido escrita por ellas”.
Carrión habla de la coincidencia narrativa que existe entre las obras de García, Ometierra, de la argentina Dolores Reyes, y Casas Vacías, de la mexicana Brenda Navarro.
“Los supervivientes narran heridas profundas, en los tres casos, en primera persona. La desaparición y la muerte son, para ellos, las otras dos dimensiones de la vida”, señala el periodista.
Sanz destaca que la obra de García es un poema narrativo y no un texto novelesco. “García Freire actúa a través de resortes narrativos, pero sobre todo define una atmósfera por medio de isotopías, campos semánticos recurrentes, que van forjando un espacio y un tiempo. En su interior se gesta el conflicto universal. Pero lo que más me gusta de estas páginas es que me puedo hundir en ellas como carne para escuchar las voces muertas de las que perdemos la memoria”.
El único lanzamiento que ha hecho Natalia García de su libro en el país fue en el Museo Tomado, una actividad organizada por La Colectiva, un grupo de 15 libreros y editoriales independientes de Guayaquil. Allí, García, en diálogo con Miguel Muñoz, contó cómo crea este universo en el que Lucas vuelve a la casa en la que fue enterrado su padre y fue tomada por unos desconocidos.
La narración se centra en cómo Lucas, ante el derrumbe, se hunde en el mundo de los insectos, el jardín que –de alguna manera– fue el único territorio que sobrevivió a la invasión.
En este universo hay un grado de religiosidad, aliado a la vida eterna. Para la autora, “la vida eterna nos ha sido presentada como algo tan etéreo, tan sin forma, como si nunca la pudiéramos alcanzar. En cambio los insectos son algo que uno toca, que están rodeando las cosas más orgánicas, los olores, las sensaciones, las texturas, es como una especie de lugar de vida y muerte que termina siendo más sagrado, es eso que muchas veces rechazamos, pero es eterno”.
El protagonista de esta obra rompe la tríada entre su padre y su madre. “Me interesaba que el personaje pudiera crear su propia historia saliéndose del triángulo: madre-padre-hijo. Solo llega a estar totalmente cerca de su madre a través de la tierra, de esa madre que es casi universal, esa parte llena de vida. Siempre nos cuestionamos por el rechazo de los padres hacia los hijos, para mí es totalmente lógico hablar de esa fuerza y cómo el hijo puede salirse de ella y hallar su propia redención, de alguna forma”. (I)