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Ecuador, 22 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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Preferiría Siberia: “Literatura que se forma mientras se escribe”

La autora de los libros Para esta mañana diáfana (cuentos), Pararrayos (ensayo) y Siberia (novela).
La autora de los libros Para esta mañana diáfana (cuentos), Pararrayos (ensayo) y Siberia (novela).
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"Daniela Alcívar Bellolio escribe como si el paisaje no estuviera terminado y ella se diera la tarea de terminarlo”, ha reseñado el escritor quiteño Esteban Mayorga. Lo que la autora guayaquileña ha narrado en la novela Siberia, más que un solo territorio, es una mirada conformada por algunos lugares que se destruye a sí misma para hacer que la protagonista sobreviva.

Siberia −editada por la Campaña de Lectura Eugenio Espejo en 2018 y, Un año despúes, por Editorial Candaya− es una mirada hacia la violencia de la claridad desde lo remotos que pueden ser los interiores de una persona, en la penumbra de su casa o bajo la sombra de un árbol.

Una persona en medio del duelo que sana de una pérdida mientras se vuelve a recordarla. No como devoción, capricho u obsesión. Como una búsqueda en la que el lenguaje acciona el recorrido y el cuerpo es narrado aunque, como ha dicho la autora, haya cosas inasibles, que se sienten pero no pueden decirse.

La impronta de la luz como en los amaneceres, pero también en el transcurso del día es algo impersonal y es de esa forma −en el relato de esa luz− que aparece el instinto, lo arbitrario de una vida ajena, la de un hijo que, de pronto, se extingue.

La sobrevivencia no depende de la voluntad en absoluto: en mi caso no había ninguna; sino de esta fuerza a la que llamo la vida y que no relaciono con nada moral ni con Dios, sino con la energía incomprensible que lo habita todo”, le dijo la escritora al periodista José Miguel Vilar-Bou en una entrevista publicada por El Diario.es.

Lo hizo mientras presentaba en varias ciudades de España la reedición de su novela que viene con un cuento adicional, Un año Después, que está situado en otros dos lugares: Puembo, en los extremos de Quito y Usaquén, Bogotá; está compuesto de historias que la narradora le cuenta a su interlocutor −Federico− y que, como imágenes, tienen sentido propio.

Si el final de la primera edición tenía a El mejor recuerdo como epílogo de quien intenta reconciliarse con la imagen deseada (una nueva vida descubriendo su propia luz); la segunda parece finalizar con una elipsis al momento en que, después de la oscuridad absoluta o huyendo de ella, la protagonista regresa de Buenos Aires a Quito, quince años después de haber habitado esa ciudad.

Regresó para (re)vivir en El Quinche, una parroquia del nororiente quiteño en que “lo único limpio eran las paredes y las cúpulas de la iglesia”. Un entorno rural signado por la sombra de la virgen enana y morena de esa iglesia, cuya figura convoca cada año una procesión multitudinaria en un culto de velas encendidas que apenas distraen de las tinieblas, que apenas hacen olvidar lo que narra Daniela:

“Las casas de barro, oscuras y húmedas, siempre a medio destruir, con las rejas rotas o ausentes, con la cerrada negrura de los interiores, tenían siempre a alguna anciana en la puerta, sobre un banco, pidiendo caridad. Luego esa caridad iría ella a dejarla a la iglesia para que le virgen la ayude. ¿Para que la ayude con qué? Ya no había nada con qué ayudar (...) Tanta devoción y las paredes brillantes de esa iglesia que iluminaba el hedor de la plaza, su mugre de siglos adobada por el sol inclemente y por las lluvias de la tarde. Entonces pensaba que preferiría estar en Siberia”.

Hay en la escritura, en el uso del lenguaje, una precisión, algo premeditado. Es un método que aún se practica y se ha ponderado mucho últimamente. Pero el sentido de Siberia es que lo fragmentario intente asir ciertas emociones; no para acercarlas a los lectores, sino como un proceso en que la escritura ha fluido hacia lo bello.

Y mientras la voz-narradora mira desesperanzada a los “perros durmiendo en el lodo”, “meos, mugre miseria”; cerca de las “perras con las vaginas rajadas de tanto parir” y sus “cachorros muertos en las veredas”; el silencio de uno-lector activa los recuerdos de reses degolladas en el piso del mercado que, como la plaza, es una suerte de pulmón viciado en El Quinche. Antes como ahora.

Ese fluir, decía, activa recuerdos, más si se trata del “aliento dulzón” de un padre borracho que, aunque olvidado y patético, no dudaría en saltar tras la hija que mira hacia el abismo si ella decidiera lanzarse a romper ese paisaje, como lo rompen las aves que surcan el vacío entre montañas que surgieron de una grieta.

La infancia narrada con crudeza (una madre que rompe un lápiz a fuerza de enseñarles algo a sus hijos, por ejemplo) y recuerda a El Cuerpo en que nací, de Guadalupe Nettel. “El personaje protagonista, que soy yo y no soy yo al mismo tiempo, encuentra un solaz en esta permanencia del paisaje”, ha confirmado la narradora.

Y sobre la aparición −compañía acaso, pero también reflejo− de los animales, la escritora Marta Sanz acaba de escribir: “Pocas veces he leído escenas tremendistas tan crueles como pertinentes: perros torturados, gatas enfermas, las patas cortadas a machetazos de un hermoso caballo que ha de ser montado por los pigmeos en una película de Herzog”.

Preferir Siberia es admitir que el lenguaje tiene límites para transgredirlos, para hacer que la vagina que se forma en los contornos del volcán Pichincha −a vista de quien la mira desde la plaza de San Francisco− empiece a latir, a nombrarse y rajarse pues la esperanza, a diferencia del optimismo, solo puede surgir de la oscuridad. (O)

Este artículo se publicó en la edición # 420 de la revista Cartón Piedra, en febrero de 2020.

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