Calderón Chico, el cultivado vehemente
Tenía una voz alta y ronca que sobresalía en cualquier espacio que se encontrara. Era grandilocuente y exaltado para conversar, para comentar el momento político y cultural de su ciudad, y del país.
Junto a la Historia, esos eran sus temas constantes, nada se le escapaba; y por eso siempre tenía a mano el antecedente oportuno.
Carlos Calderón Chico debe ser uno de los personajes guayaquileños con más anécdotas que referir. Su personalidad extrovertida, impulsiva... hacía amigos con facilidad.
Y con la misma agilidad podía discrepar y distanciarse, aún de los más cercanos. Pero tenía una virtud: no guardaba rencores. Y eso lo hacía alguien paradójico: visceral, pero cálido; exacerbado, pero incapaz de hacer daño. Y así vivió... Así partió.
Lo conocí en 1988, cuando yo iniciaba mi carrera periodística, en este, precisamente, el decano de la prensa nacional, El Telégrafo, cuando asumí la página cultural. Para entonces, él colaboraba con el legendario suplemento cultural Matapalo, que El Conejo editaba cada domingo, y que circulaba con este diario.
La afinidad en los mismos intereses nos forjó una amistad entrañable, que se mantuvo más allá de los tiempos laborales.
Su extraordinario amor por los libros, y su respeto por los autores lo hicieron popular entre escritores, ensayistas, pintores y gente vinculada a la cultura del Ecuador y más allá.
Era generoso para hacerse de dificultades y emprender la difusión, en una quijotesca labor solitaria, que lo resaltaba aún más como eje central. Pocas personalidades en Ecuador pueden exhibir una trayectoria tan esforzada, de apoyo a nuestra cultura, como Carlos Calderón Chico.
Por eso, su vehemencia marcará una ausencia que quiere ser semilla. Allí están sus 23.000 volúmenes, esperando ser puestos en valor con su justo nombre, que vivirá en cada persona que los consulte, que se nutra de su legado íntegro.
Puesto que Carlos era exagerado, en esa medida, lo echaremos de menos.