Es una ciudad de agua y está situada en la desembocadura del río Tajo. Lisboa, la capital de Portugal, parece una postal: es hermosa con sus monumentos cercanos al río o su geografía de subidas y bajadas en el Centro Histórico.

Nuestra primera parada fue la zona de Belém, antiguo astillero y muelle desde donde partieron los barcos para Brasil, África e India, al inicio de la época de la colonia. Allí están el monumento a los “descubridores”, la Torre de Belém, construida en 1520, que me puso a imaginar cómo fue esa época.

También está el monasterio de los Jerónimos, enorme, de color ocre y donde están enterrados los reyes de Portugal. Pero, quizá, la mejor parte de esa zona es la Fábrica Pastéis de Belém, una pastelería famosa por sus deliciosos pasteles de crema, pequeños y calientes.

Después recorrimos la Plaza del Comercio, una construcción que se erigió luego del terremoto de 1775 y que se convirtió en el lugar más importante de Lisboa porque allí llegaban los mercantes. Tiene oficinas gubernamentales, muchos restaurantes y cafés para hacer una pausa y luego seguir con la visita a la capital de Portugal. Allí están el Arco de la Rua Augusta y la estatua a José I.

Por la noche tomamos el antiguo tranvía amarillo para pasear por el Centro Histórico y admirar la ciudad desde la cúspide. Fuimos al Barrio Alto y al Barrio de la Alfama. Allí nos detuvimos para cenar y probar la especialidad de la cocina popular portuguesa: el bacalao y el vino Oporto, que nació en el puerto del norte de Portugal y que tiene ese mismo nombre.

La cena incluía el fado, la música tradicional de ese país, que se toca con la guitarra portuguesa. Son canciones suaves y melancólicas, que me gustan mucho y que tienen intérpretes del ayer como Amalia Rodrigues; o de hoy, como la agrupación Madre Deus.

Muchos dicen que el fado es la base musical del bossa nova de Brasil. Ahora entiendo por qué me gustó tanto el fado. (I)