Entre dardos en los oídos y orugas en el vientre
Débora tenía 17 años cuando una mujer de aspecto masculino se le acercó en la boda de su prima para sacarla a bailar. ¿Por qué a mí?, se preguntó aturdida. ¿Se me nota?, repetía mentalmente.
Su prima abandonaba la soltería y la recepción matrimonial, que suponía larga diversión, se convirtió para Débora en un viaje a una profunda introspección.
Solamente el tintineo producido por el roce entre un cuchillo y una copa, seguido de un “viva los novios” pudieron sacarla del transitorio abismo en el que había caído.
Fue entonces cuando se impuso dos reglas sagradas: llevar siempre aretes y no combinar, jamás, camiseta con zapatos deportivos; es decir, si se ponía lo primero no podía llevar lo segundo.
Con ello, a su juicio, se guarecería de las miradas inquisidoras de aquellos que podían pensar que ella era un ser “anormal”, “contrario a las normas”, “no heterosexual”. Eso sí, los aretes debían ser del mismo tamaño de su autoestima, pequeños; los grandes, pesados, estropearían sus lóbulos como las murmuraciones sus oídos.
En tanto, organizaciones LGBTl ecuatorianas como fundación Mujer y Mujer receptaron 124 denuncias en 2017 por agresión. Guayas, Azuay y Santa Elena, con 48, 19 y 18 fueron, en ese orden, las provincias que más quejas reportaron.
Ya con 22 años, Débora tuvo su primera novia, arquitecta de un cielo que prometía muchos arcoíris, el acicate para que pudiera ser ella misma.
Durante su adolescencia se había negado a los placeres de Safo, pero su corazón quedó hechizado cuando conoció a Adriana, audaz y risueña joven cuya afición a la fotografía delataba su encanto. Así, la timidez y la osadía caminaban de la mano cándidamente, ajenas a los embates de los prejuicios.
“¡A estas machonas les hace falta un hombre que las haga mujercitas!”.
Ahí estaba, en las aulas de la universidad, como en casi todos los ambientes donde confluyen testosterona y ramplonería, la discriminación disfrazada de broma.
Pero Débora estaba más allá de eso, los sentimientos que le procuraba aquella mujer que le regalaba utopías atemperaban su ira. De hecho, la oxitocina, rectora de sus actos, había colonizado no solamente sus ovarios sino también su percepción, de ahí que estuviera ocupada en algo más importante: su imagen.
Se atrevió a ponerse unas argollas de tamaño mediano, además nunca antes había dejado que sus uñas fueran medio centímetro más grandes que sus cutículas, pero se empleó en tal propósito y quedó sorprendida cuando pudo darse cuenta de que sus movimientos corporales eran más delicados en razón del cuidado que debía prodigarles a sus manos para no romperse las uñas.
Decidió también pintárselas y dudó mucho entre uno y otro esmalte cuando fue a la manicurista por primera vez.
Un hermoso reloj, regalo de Adriana cuando cumplieron 6 meses, completó su nuevo look. Por último, su inconfundible andar, con gran aplomo, se volvió titubeante debido a sus indomables y desobedientes tacones.
A Débora bien podía aplicársele la frase: así como es adentro, es afuera; cambio de forma y de fondo.
Adriana, en cambio, había recibido de manos de Débora una cámara fotográfica y una preciosa peineta, así pues, entre foto y foto, celebraron pletóricas la ventura de estar un mes más juntas.
Débora ignoraba, como toda novata, que en el mundo lésbico y en el gay, los primeros amores suelen ser (siempre) imposibles: “no, ve al sicólogo”, “no, eso no es amor”, “no, esa chica con la que andas te ha dañado” y así doscientos imposibles más, sin embargo, y pese a todos esos argumentos, se atrevió a llevar a Adriana a su casa.
“¿Qué?, ¿Te has vuelto loca?”, “Cuándo en la vida te hemos puesto mal ejemplo?”, la interpeló su familia entre gritos y lágrimas.
Débora se llenó de temor y la culpa se afincó en su cabeza a tal punto que se sintió la peor persona que había parido la tierra, más aún, mucho más, cuando al mes siguiente murió su padre a causa de una enfermedad que nada tenía que ver con sus emociones: pancreatitis.
En tanto los omnipresentes y numerosos homofóbicos, lesbofóbicos y transfóbicos, cuya ignorancia era tan amplia como sus alardes sobre su duradera virilidad, no dejaban de exhibir pornográficamente sus amígdalas cada vez que hablaban de fálicos salamis o blandas sopas, posiblemente su comidilla predilecta.
“¿Ustedes son novias?”, les habían preguntado con un halo de burla en los pasillos de la Facultad de Periodismo y la respuesta impetuosa de Adriana había sido: “¡Y a ustedes qué les importa. Así como no nos entrometemos en la vida de nadie, no permitimos que nadie se entrometa en las nuestras!”. La respuesta tibia de Adriana obedecía a los deseos de Débora de mantener bajo completo hermetismo su relación.
Paralelamente, de las 124 personas que denunciaron en organizaciones LGBTl ecuatorianas en 2017 haber sido agredidas, 79 dijeron que sintieron impotencia, ansiedad y estrés; 37, vergüenza y humillación; 3, deseos de suicidarse, y 5 ocultaron sus sentimientos.
Finalmente, la culpa y el oprobio de la sociedad acabaron medrando el arrojo de Débora. Su fuero interno le había ordenado que acabara con la relación que había llenado de luz sus días.
Un parque cercano a la universidad fue testigo de aquella ruptura. “Perdóname, no podemos seguir”, le dijo Débora a Adriana con la mitad de medio pulmón y no hubo argumento convincente ni lágrima disuasiva, la ruptura era cosa juzgada, juzgada como todo en su vida, y su alma quedó rota, tan rota como sus uñas que a esa hora del día y ante tanta ansiedad habían perdido color y ganado asimetría. Débora y Adriana no volvieron a verse más.
Con respecto a las denuncias reportadas en 2017 en organizaciones LGBTI, las víctimas manifestaron que personas particulares, religiosas, familiares y compañeros de estudio o trabajo encabezaron la lista, en ese orden, de agresores.
Débora tardó en recuperarse. La pérdida de su padre, la ruptura con Adriana y el abandono de su carrera universitaria le habían significado una depresión que solamente pudo paliar con pequeñas dosis de xanax recetadas convenientemente por la siquiatra de la familia, su simpática prima, ahora divorciada y nuevamente de novia.
Al cabo de 366 días Débora recuperó su sueño sin que mediara ningún sedante y solamente pudo levantar cabeza al cabo de 3 años, pero vivía como quien se acostumbra a la apatía.
Su timidez se había convertido en algo parecido al resentimiento porque ella no era persona de flirteos (¿dónde están los que asocian a los LGBTI con promiscuidad, vicio y perversión?) y cuando por primera vez pudo amar y sentirse amada su corazón terminó hecho cenizas.
En tanto, de las 124 agresiones reportadas durante el año 2017 en organizaciones LGBTI, 33 fueron a lesbianas; 52 a gays, 33 a trans, y 6 a bisexuales.
“¿Y tú cuándo te casas?”, le preguntó a Débora su prima sin ningún rasgo de malicia, pero sí con evidente curiosidad. Entonces ella le respondió, mediando sonrisa cómplice para edulcurar el momento: “Cuando tú dejes de hacerlo”. La explosión de carcajadas y el grito de “viva la novia” inundaron de ruido el ambiente, aplacado repentinamente con la llegada de la risueña fotógrafa contratada para la ocasión.
Débora no podía creer lo que estaba viendo; esa inconfundible sonrisa había sido el sol que alumbró sus mejores días y aquella peineta centelleante más de una vez contuvo el vaivén de un cabello que se agitó con lujuria.
Al frente tenía, de pronto, a la persona que le había puesto alma a su sonrisa y orugas en el vientre. Después de 4 años ambas se reencontraban en el sitio menos pensado y en un ambiente saturado de miradas.
Sus corazones, convalecientes aún de las llagas del amor, temblaron como si fueran el epicentro de un sismo, entonces Adriana atinó a decirle: “La vida es un pañuelo”, y Débora, visiblemente conmovida le respondió: “lleno de mocos, y de lágrimas, muchas lágrimas”.
En efecto, el llanto había sido el desayuno y la cena por algún tiempo de estas almas que tenían la mejor de las materias primas para alcanzar cualquier sueño.
Adriana tuvo intenciones de retirarse, pero Débora la detuvo para decirle, con los ojos enlagunados, lo importante que ella había sido en su vida; entonces Adriana, sin ninguna veta de rencor y con una lágrima en la garganta le confesó que no hubo un solo día que no la recordara.
Otra vez, una vez más, la timidez y la osadía se hallaban bajo el influjo del amor, al fin y al cabo el corazón jamás ha entendido de género.
Aun cuando parecía tarde, Débora le propuso a Adriana someterse a las miradas inquisidoras de los invitados. La timidez tenía hambre de audacia y no había mejor escenario que ese.
Ya en la pista Adriana le dijo a Débora: “el miedo es un pecado”, y Débora le respondió, acariciando la luna del reloj que le había regalado años atrás: “el silencio no es tiempo perdido”. La luna entonces fue solamente para ellas.
En Ecuador se han registrado 385 uniones de hecho entre personas del mismo sexo desde el 2014 hasta el 2017. Hasta ahora no existe el matrimonio igualitario.
Débora y Adriana están en ello. ¡Feliz día del orgullo LGTBI! (I)