En el mercado de la Caraguay, al sur de Guayaquil, confluyen olores, colores, etnias, vendedores y un singular dialecto que pareciera de uso exclusivo de quienes allí pernoctan: vendedores y compradores, especialmente.   

Es martes 10 de julio. Son las 10:10 y un grupo de periodistas de distintos medios de comunicación se dispone a emprender una breve excursión sobre el río Guayas para conocer el barco Yaku, la nueva embarcación con que contarán los guayaquileños para su distracción.

Para el traslado se utilizan dos lanchas de  pescadores que acercan hasta el catamarán, una nave plana pero con una gran pista para cualquier tipo de evento, social o corporativo.

Unos cuantos minutos son suficientes en la lancha de pesca para sentir el hamaqueo y dudar entre quedarse quieta o buscar los extremos para balancear el peso.

El sol -que parecía tímido esa mañana- hace su aparición con vigor y algunos tratan de resguardarse en la cabina de control de mando del Yaku, el cual, para entonces, ya ha sido abordado.  

Los pescadores que regresan de sus faenas y aquellos que transportan personas a sectores como Puerto Roma, voltean sus cabezas para observar con sorpresa la “curiosa embarcación”, que surca lentamente el río mientras los periodistas hacen su trabajo y disfrutan de la brisa.

El retorno es igual. Una vez en tierra firme, el olor a galletas de la molinera cercana se confunde con el de cangrejos, pescados, conchas y otros mariscos que, crudos o cocinados, se ofertan allí todos los días.

Una mujer afro con un pañolón atado a su cabello y un singular vozarrón se encarga de describir los platos que vende e invita a los recién llegados a probarlos.

Uno de los cangrejeros con una sarta de crustáceos en los hombros le pide al  compañero fotógrafo que le tome allí una fotografía; mientras que un colega suyo, en tono áspero, le espeta: “qué, no sabes que aquí eso está prohibido”. (I)