La jornada laboral de Rocío se extiende por oficios compartidos
Todas las mañanas, apenas despunta el alba, Rocío N. sale presurosa de su vivienda. O más bien de una covacha, ubicada en la periferia del norte de Guayaquil, cuyas paredes de caña y bases de madera apolillada apenas la protegen del frío veraniego que por esta época cubre la urbe. Y no es para menos.
La mujer, de unos 35 años, vive del día a día. A esa hora se dirige a cumplir con sus labores de empleada doméstica “por horas”, como ella afirma, en una residencia de la ciudadela La Alborada. No es un trabajo fijo, ni cuenta con una remuneración estable, pero sirve “para llenar la barriga”, según comenta.
Ese trabajo no es suficiente, pues tiene cuatro hijos, todos menores de edad, fruto de dos fallidos compromisos de los que prefiere no acordarse “para no hacerme mala sangre”.
En lugar de quejarse, manifiesta, busca la forma de alimentar a su prole y darle educación. Eso sí, siempre ruega para que no se enfermen porque cuando alguna afección los acusa “me toca sufrir como no se imagina, caballero”.
Se desocupa de sus tareas cerca de las 14:00 y corre a su casa para constatar cómo se encuentran sus hijos: si necesitan algo o si hubo alguna novedad en la escuela donde estudian. Tiene media hora para supervisar el hogar y de allí emprende otro trabajo: el de manicurista a domicilio. Y para ello tiene una pequeña agenda de clientas.
“Aprendí este oficio de una amiga porque como no tenía trabajo fijo me vi tentada a trabajar en la calle. Usted ya sabe a qué me refiero”, comenta con un rostro inexpresivo.
Si el día es bueno, gana, a veces, hasta quince dólares diarios, pero no siempre es así, de modo que procura que sus ingresos alcancen lo suficiente para la semana... y para el mes, inclusive.
Su jornada termina a las ocho de la noche, pero cuando no hay clientas que la llamen, se queda en casa. “Nada mejor que gozar de la compañía de mis niños”, manifiesta. (I)