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El Telégrafo

Las prerrogativas del poder

09 de febrero de 2014

Mientras el año 2013 llegaba a su fin, la BBC reportó los resultados del sondeo de WIN/Gallup International sobre la pregunta: “¿Qué país piensa que es la mayor amenaza para la paz en el mundo actualmente?”.

Estados Unidos fue el ganador por un margen importante, recibiendo tres veces más votos que el segundo lugar, Pakistán.

En comparación, el debate en los círculos académicos y mediáticos estadounidenses gira en torno a si se puede contener a Irán, y si el enorme sistema de vigilancia de la NSA (sigla en inglés de la Agencia de Seguridad Nacional) es necesario para proteger la seguridad de Estados Unidos.

En vista del sondeo, parecería que hay más preguntas pertinentes: ¿Estados Unidos puede ser contenido y otras naciones pueden protegerse ante la amenaza estadounidense? En algunas partes del mundo, Estados Unidos se clasifica incluso más arriba como una amenaza percibida para la paz mundial, notablemente en el Medio Oriente, donde abrumadoras mayorías consideran a Estados Unidos y a Israel, su aliado cercano, como las principales amenazas que enfrentan, no a Irán, favorito de Estados Unidos e Israel.

Pocos latinoamericanos cuestionarían las palabras del héroe nacionalista cubano José Martí, quien escribió en 1894: “Los pueblos de América son más libres y prósperos a medida que más se apartan de Estados Unidos”.

La sentencia de Martí se ha visto bien confirmada en los últimos años, una vez más por el análisis de la pobreza realizado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe de la ONU, dado a conocer el mes pasado.

Un país normal se preocuparía por la manera en que es percibido en el mundo. (...) Pero Estados Unidos está lejos de ser un país normal.

El informe de la ONU muestra que reformas de amplio alcance han reducido significativamente la pobreza en Brasil, Uruguay, Venezuela y algunos otros países donde la influencia estadounidense es escasa, pero que sigue siendo abismal en otro; es decir, aquellos que han estado desde hace tiempo bajo la dominación de Estados Unidos, como Guatemala y Honduras. Incluso en el relativamente rico México, bajo la égida del Tratado Norteamericano de Libre Comercio, la pobreza es grave, con un millón más sumado a las cifras de pobres en 2013.

En ocasiones, las razones para las preocupaciones del mundo son oblicuamente reconocidas en Estados Unidos, como cuando el exdirector de la CIA Michael Hayden, al discutir la campaña de Obama de asesinatos por medio de drones, admitió: “En este momento, no hay un gobierno en el planeta que esté de acuerdo con nuestro razonamiento moral para estas operaciones, excepto por Afganistán y quizá Israel”.

Un país normal se preocuparía por la manera en que es percibido en el mundo. Desde luego, eso aplicaría a un país empeñado en “un respeto decente de las opiniones de la humanidad”, para citar a los Padres Fundadores. Pero Estados Unidos está lejos de ser un país normal. Ha sido la economía más poderosa del mundo durante un siglo, y no ha enfrentado un verdadero desafío a su hegemonía mundial desde la Segunda Guerra Mundial, pese a cierta declinación, en parte autoinfligida.

Estados Unidos, consciente del ‘poder blando’, emprende importantes campañas de ‘diplomacia pública’ (alias, propaganda) para crear una imagen favorable, en ocasiones acompañadas por políticas dignas que son bienvenidas. Pero cuando el mundo persiste en creer que Estados Unidos es por mucho la mayor amenaza para la paz, la prensa estadounidense escasamente informa del hecho.

La capacidad para ignorar los hechos no deseados es una de las prerrogativas del poder indiscutido. Estrechamente relacionado está el derecho a revisar radicalmente la historia.

Un ejemplo actual son los lamentos sobre la intensificación del conflicto sunita-chiíta que está desgarrando al Medio Oriente, particularmente en Irak y Siria. El tema prevaleciente del comentario de Estados Unidos es que esta lucha es la terrible consecuencia de la retirada de las fuerzas estadounidenses de la región, una lección sobre los peligros del ‘aislacionismo’.

Lo opuesto es más correcto. Las raíces del conflicto dentro del islamismo son muchas y variadas, pero no se puede negar seriamente que la división fue significativamente agravada por la invasión de Irak encabezada por Estados Unidos y Gran Bretaña. Y no puede repetirse con demasiada frecuencia que la agresión fue definida en los Juicios de Nuremberg como “el crimen internacional supremo”, difiriendo de otros en que comprende todo lo malo que conlleve, incluida la catástrofe actual.

Una ilustración notable de esta rápida inversión de la historia es la reacción estadounidense a las actuales atrocidades en Faluya. El tema dominante es el dolor por los sacrificios, en vano, de los soldados estadounidenses que combatieron y murieron para liberar a Faluya. Una mirada a los reportes noticiosos de los ataques estadounidenses contra Faluya en 2004 revela rápidamente que estos estuvieron entre los crímenes de guerra más crueles y vergonzosos de esa agresión.

La muerte de Nelson Mandela ofrece otra ocasión de reflexión sobre el impacto notable de lo que se ha llamado la ‘ingeniería histórica’: reformar los hechos de la historia para servir a las necesidades del poder.

Cuando Mandela obtuvo finalmente su libertad, declaró: “Durante todos mis años en prisión, Cuba fue una inspiración y Fidel Castro una torre de fuerza. [las victorias cubanas] destruyeron el mito de la invencibilidad del opresor blanco [e] inspiraron a las masas combatientes de Sudáfrica, un punto de inflexión para la liberación de nuestro continente –y de mi pueblo– del flagelo del apartheid. ¿Qué otro país puede mostrar un historial de tal altruismo como el que Cuba ha tenido en sus relaciones con África?”.

Hoy, los nombres de los cubanos que murieron defendiendo a Angola de la agresión sudafricana respaldada por Estados Unidos, desafiando las demandas estadounidenses de que dejaran el país, están inscritos en el Muro de los Nombres en el Parque de la Libertad de Pretoria. Y los miles de trabajadores de ayuda cubanos que sostuvieron a Angola, en gran medida a expensas de Cuba, tampoco han sido olvidados.

La versión aprobada por Estados Unidos es bastante diferente. Desde los primeros días después de que Sudáfrica aceptó retirarse de la ilegalmente ocupada Namibia en 1988, allanando el camino para el fin del apartheid, el resultado fue elogiado por The Wall Street Journal como un “espléndido logro” de la diplomacia estadounidense, “uno de los logros de política exterior más importantes del gobierno de Reagan”.

Las razones por las cuales Mandela y los sudafricanos perciben un panorama radicalmente diferente están explicadas en la magistral investigación académica de Piero Gleijeses Visions of Freedom: Havana, Washington, Pretoria and the Struggle for Southern Africa, 1976-1991 (Visiones de libertad: La Habana, Washington, Pretoria y la lucha por el sur de África, 1976-1991).

Como Gleijeses convincentemente demuestra, la agresión y terrorismo de Sudáfrica en Angola y su ocupación de Namibia fueron detenidas por “el poderío militar cubano” acompañado por la “fiera resistencia negra” dentro de Sudáfrica y el valor de los guerrilleros namibianos. Las fuerzas de liberación namibianas fácilmente ganaron elecciones justas tan pronto como fueron posibles. De manera similar, en elecciones en Angola, el gobierno respaldado por Cuba prevaleció; mientras que Estados Unidos siguió apoyando a los crueles terroristas opositores ahí, incluso después de que Sudáfrica se vio obligada a retirarse.

Al final, los partidarios de Reagan se quedaron virtualmente solos en su firme apoyo al régimen del apartheid, y sus asesinas devastaciones en los países vecinos. Aunque estos episodios vergonzosos quizá hayan sido borrados de la historia interna de Estados Unidos, es probable que otros comprendan las palabras de Mandela.

En estos y demasiados casos más, el poder supremo ofrece protección contra la realidad; hasta cierto punto.

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