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El Telégrafo

¿Cuál es el bien común?

19 de enero de 2014

Los humanos son seres sociales, y el tipo de ser en que se convierte una persona depende crucialmente de las circunstancias sociales, culturales e institucionales de su vida. Eso nos lleva, en consecuencia, a investigar los acuerdos sociales conductivos para los derechos y bienestar de la gente, y para la realización de sus justas aspiraciones; en breve, el bien común.

Como perspectiva, me gustaría invocar lo que me parecen verdades virtuales. Se relacionan con una categoría interesante de principios éticos: aquellos que no solo son universales en el sentido de que virtualmente son siempre profesados, sino también doblemente universales, dado que al mismo tiempo son casi universalmente rechazados en la práctica.

Estos van desde principios muy generales, como el axioma de que deberíamos sujetarnos a los mismos estándares (si no es que más estrictos) con los que juzgamos a los demás, a doctrinas más específicas, como la dedicación a promover la democracia y los derechos humanos, proclamada casi universalmente, incluso por los peores monstruos; aunque el historial real es lúgubre en todo el espectro.

Un buen lugar para empezar es con ‘On Liberty’, la obra clásica de John Stuart Mill. Su epígrafe formula: “El gran principio rector hacia el que convergen directamente todos los argumentos desplegados en estas páginas: la importancia absoluta y esencial del desarrollo humano en su más rica diversidad”. Las palabras son una cita de Wilhelm Von Humboldt, un fundador del liberalismo clásico. Se entiende que las instituciones que limitan tal desarrollo son ilegítimas, a menos que de alguna forma puedan justificarse.

La preocupación por el bien común debería impulsarnos a encontrar formas de cultivar el desarrollo humano en su más rica diversidad.

Adam Smith, otro pensador de la Ilustración, sentía que no debía ser tan difícil instituir políticas humanas. En su ‘Theory of Moral Sentiments’ señaló que “por más egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros, de tal modo que la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla”. Smith reconoce el poder de lo que llama “la vileza máxima de los amos de la humanidad”: “Todo para nosotros y nada para los demás”. Pero las más benignas “pasiones originales de la naturaleza humana” pudieran compensar esa patología.

El liberalismo clásico naufragó en los bancos del capitalismo, pero sus compromisos y aspiraciones humanísticas no murieron. Rudolf Rocker, un activista anarquista del siglo XX, reiteró ideas similares. Él describió lo que llama “una tendencia definitiva en el desarrollo histórico de la humanidad” que lucha por “el libre despliegue sin impedimentos de todas las fuerzas individuales y sociales de la vida”. Rocker estaba delineando una tradición anarquista que culminaba en anarcosindicalismo; en términos europeos, una variedad de “socialismo libertario”.

Este tipo de socialismo, sostenía, no representa “un sistema social fijo encerrado en sí mismo” con una respuesta concreta para todos los múltiples problemas y cuestiones de la vida humana, sino más bien una tendencia en el desarrollo humano que lucha por alcanzar ideales de la Ilustración.

Entendido así, el anarquismo es parte de una gama más amplia de pensamiento y acción socialista libertaria que incluye los logros prácticos de la España revolucionaria de 1936; que llega hasta a las empresas propiedad de los trabajadores que se extienden ahora en el cinturón industrial estadounidense, en el norte de México, en Egipto y en muchos otros países, más generalmente en el País Vasco, en España, y que abarca los muchos movimientos cooperativos en todo el mundo y buena parte de las iniciativas feministas y de derechos civiles y humanos.

Esta amplia tendencia en el desenvolvimiento humano busca identificar estructuras de jerarquía, autoridad y dominación que limitan el desarrollo humano y luego las sujeta a un reto muy razonable: justificarse.

Si estas estructuras no pueden con el reto, deberían ser desmanteladas (y, según los anarquistas, deberían ‘rehacerse desde abajo’, tal como lo señala el comentarista Nathan Schneider).

En parte esto suena a una verdad obvia: ¿Por qué se deberían defender estructuras e instituciones ilegítimas? Pero los axiomas al menos tienen el mérito de ser verdades, lo que los distingue de buena parte del discurso político. Y creo que proveen escalones útiles para encontrar el bien común.

Para Rocker, “el problema fijado para nuestro tiempo es el de liberar al hombre del curso de explotación económica y esclavización política y social”.

Debería señalarse que el tipo estadounidense de libertarismo difiere marcadamente de la tradición libertaria, aceptando y efectivamente defendiendo la subordinación de la gente trabajadora a los amos de la economía, y la sujeción de todo mundo a la restrictiva disciplina y características destructivas de los mercados.

El anarquismo, se afirma, está opuesto al Estado, mientras que defiende “la administración planificada de las cosas por el interés de la comunidad”, en palabras de Rocker; y más allá de eso, federaciones de gran alcance y comunidades y lugares de trabajo autogobernados.

Hoy los anarquistas dedicados a estas metas a menudo apoyan el poder del Estado para proteger a la gente, a la sociedad y a la propia Tierra de los estragos del capital privado concentrado. Esa no es una contradicción. La gente vive, sufre y perdura en la sociedad existente. Los medios disponibles deberían utilizarse para salvaguardarlos y beneficiarlos, incluso si una meta de largo plazo es construir alternativas preferibles.

En el movimiento de trabajadores rurales brasileños, hablan de ‘ampliar los pisos de la jaula’ (la jaula de instituciones coercitivas existentes que puede ensancharse con la lucha popular), tal como ha sucedido efectivamente durante muchos años.

Podemos ampliar la imagen para ver la jaula de instituciones estatales como una protección contra las bestias salvajes que vagan fuera: las rapaces instituciones capitalistas apoyadas por el Estado dedicadas en principio a la ganancia privada, al poder y al dominio, con los intereses de la comunidad y la gente en el mejor de los casos como pie de página, venerados en la retórica pero descartados en la práctica como cuestión de principios e incluso legal.

Casi la mayor parte del trabajo académico más respetado en ciencias políticas compara las actitudes públicas y la política gubernamental. En “Affluence and Influence: Economic Inequality and Political Power in America”, Martin Gilens, un catedrático de Princeton, revela que la mayoría de la población estadounidense está efectivamente privada de derechos civiles.

Aproximadamente 70 por ciento de la población, en el extremo inferior de la escala riqueza/ingreso, no tiene influencia en la política, concluye Gilens. Ascendiendo en la escala, la influencia se incrementa lentamente. Hasta arriba están los que determinan bastante la política, por medios que no son oscuros. El sistema resultante no es una democracia sino una plutocracia.

O tal vez, un poco más amablemente, es lo que el erudito legal Conor Gearty llama ‘neo democracia’, una compañera del neoliberalismo; un sistema donde la libertad es disfrutada por pocos y donde la seguridad en su sentido más completo está disponible solo para la élite, pero dentro de un sistema de derechos formales más generales.

En contraste, como lo señala Rocker, un sistema verdaderamente democrático alcanzaría el carácter de “una alianza de grupos libres de hombres y mujeres basado en trabajo cooperativo y una administración planificada de cosas por el interés de la comunidad”.

Nadie pensaba que el filósofo estadounidense John Dewey fuera un anarquista. Pero consideremos sus ideas. Reconoció que “actualmente el poder reside en el control de los medios de producción, intercambio, publicidad, transporte y comunicación. Quienquiera que sea dueño de estos domina la vida del país”, incluso si persisten formas democráticas. Hasta que esas instituciones estén en manos del público, la política seguirá siendo “la sombra proyectada sobre la sociedad por las grandes empresas”, casi como se ve ahora.

Estas ideas llevan muy naturalmente a una visión de la sociedad basada en el control de los trabajadores de las instituciones productivas, como lo concibieron pensadores del siglo XIX, notablemente Karl Marx, pero también (de forma menos conocida) John Stuart Mill.

Mill escribió: “Sin embargo, la forma de asociación que debe esperarse que predomine si la humanidad continúa mejorando es la asociación de los propios trabajadores en términos de igualdad, propiedad colectiva del capital con el que llevan a cabo sus operaciones y trabajar con administradores elegibles y removibles por ellos mismos”.

Los Padres Fundadores de Estados Unidos estaban muy conscientes de los peligros de la democracia. En los debates de la Convención Constitucional, James Madison, el redactor principal, advirtió de estos riesgos.

Naturalmente tomando a Inglaterra como su modelo, Madison observó que “en Inglaterra, actualmente, si las elecciones fueran abiertas para todo tipo de gente, la propiedad de los propietarios terratenientes sería insegura. Una ley agraria pronto ocurriría”, socavando el derecho a la propiedad.

El problema básico que Madison previó en “enmarcar un sistema que deseamos que dure hasta la eternidad” era asegurar que los gobernantes reales fueran la minoría adinerada como para “asegurar los derechos de la propiedad contra el peligro de una igualdad & universalidad del sufragio, confiriendo completo poder sobre la propiedad a manos sin participación en esta”.

La erudición generalmente coincide con la afirmación de Gordon S. Wood, catedrático de la Universidad Brown, de que “La Constitución era intrínsecamente un documento aristocrático diseñado para controlar las tendencias democráticas del período”.

Mucho antes de Madison, Aristóteles reconoció el mismo problema con la democracia en su libro ‘Politics’. Analizando una variedad de sistemas políticos, concluyó que este sistema era la mejor forma de gobierno (o tal vez la menos mala). Pero reconoció una falla: la gran masa de pobres podría usar su poder de voto para tomar la propiedad de los ricos, lo que sería injusto.

Madison y Aristóteles llegaron a soluciones opuestas: Aristóteles aconsejó reducir la desigualdad con lo que llamaríamos medidas de Estado benefactor. Madison sintió que la respuesta era reducir la democracia.

En sus últimos años Thomas Jefferson, el hombre que redactó el borrador de la Declaración de Independencia de Estados Unidos, atrapó la naturaleza esencial del conflicto, que está lejos de haber terminado. Jefferson tenía graves preocupaciones respecto a la calidad y destino del experimento democrático. Distinguió entre ‘aristócratas y demócratas’.
Los aristócratas son “aquéllos que temen y desconfían de la gente, y que desean quitarles todo el poder para ponerlo en manos de las clases más altas”.

Los demócratas, en contraste, “se identifican con la gente, confían en ella, la cuidan y la consideran la más honesta y segura (aunque no la más sabia) depositaria del interés público”.

Actualmente los sucesores de los ‘aristócratas’ de Jefferson podrían discutir sobre quiénes deberían jugar el papel rector: los intelectuales tecnócratas orientados a la política o los banqueros y ejecutivos corporativos.

Este tutelaje político es el que la genuina tradición libertaria busca desmantelar y reconstruir desde abajo, cambiando la industria al mismo tiempo, como lo puso Dewey, “de un orden social feudalista a democrático” basado en el control de los trabajadores, respetando la dignidad del productor como persona genuina, no como herramienta en manos de otros.

Como el Viejo Topo de Karl Marx ("nuestro viejo amigo, nuestro viejo topo, que sabe muy bien cómo trabajar bajo tierra y luego aparece de repente’), la tradición libertaria siempre está escondiéndose cerca de la superficie, siempre lista para asomarse, a veces en formas sorprendentes e inesperadas, buscando producir lo que me parece una aproximación razonable al bien común.

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