Poco creíble, pero cierto, y no sé si Guinness registre tan inimaginable iniciativa como la del Concejo guayaquileño que, con mayoría afecta al Alcalde, resuelve erigir el “Monumento a Odiadores de Guayaquil”.
Existe más de un ejemplo de monumentalismo en la historia de la humanidad porque el poder, para algunos, más que ejercerlo, hay que ostentarlo. Y si bien es cierto algunas de estas manifestaciones caen en el plano de lo sugestivo, no recuerdo algo insólito como proponer un monumento a odiadores de su misma ciudad, monumentalismo que rebasa toda posible imaginación de maledicencia patética.
No hay duda de que “unos son los apologistas del progreso y otros son los panegiristas de la decadencia”, al decir de Roberto Mac-Lean y Estenós.
Pretender endilgar innoble sentimiento a otros solo traduce una experiencia habida y sentida por quien por eso, a lo mejor, tiene carcomida el alma; “en su encono se dimensiona su mente”, como bien sentencia José Ingenieros.
Si pudiéramos este hecho aplicarlo como norma del diario vivir, lo asumiríamos como normal, pero como no lo es, es sin duda alguna, patológico.
Si en verdad las autoridades se eligen en el juego democrático por mayoría, no es menos cierto que se obligan a responder por el bien de todos, con independencia de que su forma de gestión sea o no del agrado de quienes por ellas no votaron.
En nuestra región, que vive una saludable democracia, dudo que existan muestras de descaro en que una autoridad resuelva perjudicar a unos para complacencia de otros, de aquellos que son sus electores, si es que, en hipotético caso, comulgaran con despropósitos semejantes.
Toda persona que posea un gramo de sentido común sabe que es injusto, por no decir inapropiado, atribuir culpabilidad a una parte de la comunidad o grupo social porque así cree un grupo de individuos que ostentan temporalmente alguna jerarquía.
Arrogarse facultades que conllevan propósitos poco felices, por decir lo menos, es no haber entendido la solemnidad del acto democrático que los ungió para favorecer a unos y a otros.
La testarudez es una torpeza propia de engreídos que creen tener firmeza, cuando en realidad tienen parálisis.
Es una pena y una vergüenza que tengamos que presenciar, por derivación al deseo de exaltar la figura de León Febres-Cordero, actos y acciones que riñen contra dictados del buen vivir; de confraternizar en vez de dividir a manos de quienes tienen como apostolado dar bienestar.
Creo firmemente que para la gloria solo cuentan los hechos que se inspiran en un ideal. La victoria, cualquiera que sea, no va a depender del homenaje o detracción transitorios que se otorgue en un espacio y tiempo determinado, sino de la capacidad que tenga, determinado suceso, para perpetuarse en cumplimiento de su misión.
Vicente Nevárez Rojas