Diciembre, 26/2012
Con pena y preocupación debo referirme al epílogo del caso Delgado y su principal actor, una figura del Gobierno que, de acuerdo con los medios, había dado pasos atentatorios contra la moral pública en el desempeño de sus elevadas funciones.
Involucra al Presidente de la República, a quien la ciudadanía le ha mostrado su apoyo por los benéficos avances en todos los sectores -nunca antes logrados- que, indiscutiblemente, son producto de su acertada y valiente conducción. Defender y apoyar a Delgado lesiona la imagen del Gobierno y de su principal, el economista Rafael Correa.
La pregunta es: ¿Se debe defender a un ciudadano que de la noche a la mañana se convierte en servidor público, si no se cuenta con antecedentes de su trayectoria, de su pensamiento, de sus ideales, e incluso de sus aspiraciones? Respuesta: No se lo debe defender. El seudoeconomista Pedro Delgado, antes del gobierno de la Revolución Ciudadana, era un soberano desconocido; ya encumbrado, se rumoran sus éxitos de empresario privado en la meca del capitalismo, a la que raudo retorna, una vez que admite su condición de embustero.
La pregunta es: ¿Cuál es la diferencia entre la acción de los banqueros Isaías y el hasta hace pocos días representante del Ecuador y defensor de nuestros intereses? Respuesta: Diferencia en la repercusión de la mentira, pero la acción es similar, abusar y ultrajar la confianza pública; en el caso de Pedro Delgado, declarar con cinismo que su secreto se debió a su inmadurez, es una metamentira, ofensiva a la inteligencia de los ecuatorianos, que a fuerza de lidiar con mentirosos sabemos los motivos reales que los impulsan: el “oro verde” por montones.
Lamentablemente, el final de este caso y cómo fue tratado, permite a quienes se identifican con la oposición vilipendiar al Gobierno y al unísono restarle credibilidad a la reacción tardía que, sin duda, se debió a la falsedad de un oscuro personaje y a la confianza desmedida del gobernante. La lección que deja es que, en la designación de los funcionarios públicos de alto nivel, se debe aplicar el mismo y quizá mayor rigor que el observado a los postulantes para cargos de menor orden.
Que no vuelva a ocurrir.
Dr. César Bravo Bermeo
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Buenos Aires, Argentina