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El Telégrafo

El bicentenario y sus misterios

El bicentenario y sus misterios
Cortesía
30 de octubre de 2020 - 00:00 - Fernando Naranjo Espinoza

Mi abuelo, Santiago Temístocles Espinosa Darquea, nació en Guayaquil en 1910, el año del cometa. Tuve muchísimos tíos y tías gracias a él, y un sentido del humor de lo más imaginativo. Un día -yo estaría por los 11 años, me figuro- llegó a casa con la historia de que, en su niñez, su dormitorio quedaba junto a la sala y que su papá había colmado las paredes con retratos de los héroes de la Independencia. Por entonces había sido informado de las formidables heroicidades de Abdón Calderón, del arado de Simón Bolívar, del Abel americano y que Olmedo escribió la letra del himno a Guayaquil independiente.

Ahora bien, las paredes divisorias de la casa del abuelo eran de caña y desde su cama curioseaba por las hendijas la siempre sorpresiva vida social de sus padres. Pues bien, cierta noche escuchó un jolgorio inusitado, las luces estaban encendidas y para su enorme sorpresa, a través de las hendijas vio que los héroes de la independencia habían bajado de sus cuadros y mantenían una reunión animada y llena de alegre camaradería. La narración de mi abuelo se vio interrumpida cuando mi estupor se disparó más allá de sus jocosas previsiones, incluso mereció reconvención tan seria de parte de mi madre, que me arruinó para siempre la fiesta de los próceres.

De allí en adelante la Independencia de Guayaquil, que es el episodio que más me interesa sobre los demás episodios independentistas de nuestra patria, ha sido una fuente inagotable de preguntas y misterios por resolver.

Uno de los más fascinantes fue la estancia de Olmedo, o de Mejía Lequerica, en las Cortes de Cádiz, tal como debió aparecer en el libro del “Escolar Ecuatoriano”. Allí aprendí que Olmedo tuvo una participación destacada en las Cortes de Cádiz… Que allí porfió contra las Mitas, que con toda razón fueron abolidas, y pare de contar… ¿Y? ¿Y qué tuvo que ver todo eso con Guayaquil?

Se han intentado muchas formas de contar nuestra independencia, pero de cómo llegué a enterarme del papel de Cádiz, de sus cortes y de lo que hacían allí nuestros héroes… españoles, peruanos, quiteños, fue gracias a “El asedio”, la novela de Pérez Reverte… Bueno, ¿y en qué año fue todo eso?… Luego de la invasión napoleónica a España, claro (1808). Goya pintó sobre el asunto en 1814. Lo de Cádiz fue en 1812. Pero, ¿cuál era el gran atractivo de Cádiz para los independentistas, y cómo así los españoles lo toleraban? Que Cádiz era inexpugnable y que nada ni nadie podían contra ella.

¿Era cierto que por entonces operaba una ideología seductora y anticlerical que animaba a los próceres en ciernes? Esa era la Masonería. Y ahora resulta que todos fueron masones: Simón Rodríguez, Miranda, Bolívar, Olmedo. Y el asunto se prolonga hasta el viejo Luchador… Mis amigos masones sostienen, por ejemplo, que todo ese barullo alrededor de la “Fragua de Vulcano” corresponde a imágenes propias de la masonería, como lo fue la “Aurora plácida” de los primeros versos del himno a Guayaquil.

Y la investigación puede continuar por decenas de fuentes intrigantes y seductoras. Por algún lado leí que más que independizarnos de España nos independizamos realmente de la Corona española personificada en el sangrón virreinato del Perú. ¿Asunto indignante? El comercio, desde luego. Primera indignación: A pesar de tener la mejor madera, los mejores carpinteros y de construir lo mejores barcos, Guayaquil no fue Astillero Real, como Cartagena o El Callao… Segunda indignación: el Perú nos pagaba la materia prima de sus astilleros (nuestra caoba) con telas, con cualquier cosa menos efectivo…

Naturalmente, para defender nuestros intereses lo más práctico era asentarse en el Perú, defender los intereses en sitio, y creo que de por allí viene la acusación de peruanófilos contra muchos de nuestros héroes mercantiles. Pero lo cierto es que, toponimias aparte, todos éramos españoles por entonces y que, a pesar de todos los gritos independentistas que se dieron desde la primera década del siglo XIX, y que coincidió con la invasión napoleónica a España, más de veinte años después, por un intervalo de más de un lustro después de nuestra última batalla independentista (Quito, 1824), recién en 1830 nos organizamos como república, con nombre, capital y bandera.

Volviendo a Guayaquil, la conspiración del covid-19 arruinó festejos y más obras relumbrantes. Hace diez años, a propósito de los “bicentenarios” de fines de la primera década, cuando siete países sudamericanos celebraron sus bicentenarios (¡el ecuatoriano de 1809!)se buscó saber qué pensaba la gente de sus efemérides patrias. ¿De qué país nos independizamos?, decía la primera pregunta, y en el Ecuador acertaron con la respuesta correcta el 39 %. Y sobre lo significativo del bicentenario para la población el 52% de los ecuatorianos “dieron positivo”. Malamud, 2011.

No sé de alguna encuesta realizada respecto de nuestro bicentenario, pero si para aquellos que podríamos conocer mejor los detalles que resulten identitarios y/o susceptibles de ser incluidos en el corpus de nuestra memoria histórica, los datos verdaderos son elusivos, qué podría esperarse de una ciudad tan golpeada por la pandemia, entre otras cosas por sostener un modelo de desarrollo que conspira contra su salud, su sensación de bienestar, contra su conciencia patrimonial, contra un modo de vida alentador y vaciado de violencia. 

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