Cartografía personal. Confesiones de una lectora
La celebración de los 200 años de independencia es un buen motivo para pensar en la literatura de esta ciudad, en la que muchos decidimos quedarnos. A continuación mi confesión y mi alegato: la literatura escrita por autores de Guayaquil que primero llegó a mí fue la de José Joaquín de Olmedo, con La victoria de Junín; los poemas de Medardo Ángel Silva y los cuentos del renovador libro Los que se van, de Enrique Gil Gilbert, Demetrio Aguilera Malta y Joaquín Gallegos Lara. También Las cruces sobre el agua, del mismo Gallegos Lara, y Baldomera, de Alfredo Pareja Diezcanseco.
Eran las obras que el entusiasta profesor de literatura nos hacía leer en el colegio, en Los Ríos, provincia donde nací y estudié la secundaria. Leyendo las páginas de Las cruces recorrí las calles de Guayaquil -una ciudad que no era la mía- junto a Alfredo Baldeón, me solidaricé con la lucha de los obreros y lloré y me indigné por la masacre del 15 de noviembre. Admiré, asimismo, el temple de la inmensa Baldomera.
A finales de la década de los 80, cuando era una joven estudiante de comunicación y Guayaquil era mi flamante ciudad de residencia, me enteré por la prensa de que cuatro mujeres habían publicado unos libros de cuentos y fui a la Casa de la Cultura del Guayas a comprarlos. Así leí a Gilda Holst, Liliana Miraglia, Livina Santos y Marcela Vintimilla. Debutaban como escritoras. Eran integrantes del taller de literatura del escritor Miguel Donoso Pareja. Constaté entonces que escribir narrativa en Guayaquil no era solo cosa de hombres. Las de estas autoras fueron las primeras obras de narrativa guayaquileña que elegí leer por iniciativa propia. No eran parte de un pénsum. No había un profesor que me sugiriera leerlas. Con esos libros comencé a edificar mi biblioteca y hoy ocupan un lugar querido en esta. Tal como sucede con una alcancía, de obra en obra, ha ido creciendo y tomando cuerpo.
Al poco tiempo, me encontré con la narrativa de Jorge Velasco Mackenzie. Conocí la obra de Sonia Manzano (poeta que también escribe narrativa) y de Aminta Buenaño. Supe de La rosa de papel, colección de poesía de la Casa de la Cultura del Guayas, en la que leí a poetas como Ileana Espinel o David Ledesma. Fui descubriendo nombres y autores. Y sumando lecturas y experiencias lectoras. Después ingresé al mundo laboral.
Mi primer trabajo fue en este diario y comencé a conocer a escritores (Maritza Cino, Carmen Váscones, Fernando Balseca, entre otros), a críticos e investigadores literarios. Recuerdo que en los primeros años de la década del 90, inexperta, principiante, junto con el investigador Alejandro Guerra Cáceres le hice una larga entrevista a la investigadora española María del Carmen Fernández, autora del libro El realismo abierto de Pablo Palacio en la encrucijada de los 30, obra que suscitaba polémica por entonces. Debuté en el periodismo en la época en que el libro de Fernández sobre el lojano agitaba las pasiones del mundo literario ecuatoriano.
El mismo entusiasmo que experimenté a finales de los 80, cuando leí los libros de Gilda Holst y compañía, lo he experimentado en etapas recientes, al leer a autoras como Mónica Ojeda, María Fernanda Ampuero, Sabrina Duque (cronista) o Solange Rodríguez. Sus obras me han llevado del asombro al estremecimiento.
Veo en la prensa internacional que señalan a Guayaquil como una "incubadora de escritoras" y me alegra. Celebro este hecho y el momento tan vigoroso y sostengo que el boom de las narradoras guayaquileñas, uno de los orgullos de hoy en esta ciudad -que a estas alturas se ha convertido, por adopción, en mi ciudad-, comenzó a gestarse en los 80, con Holst, Miraglia, Santos, Vintimilla, Manzano, Buenaño, nombres a los que luego, en los 90, se sumaron los de Carolina Andrade, Yanna Hadatty, Martha Chávez, María Leonor Baquerizo y otras. O incluso antes, con autoras como Carmen Vela -la madre de Sonia Manzano-, quien escribía cuentos en la década del 40 y daba a conocerlos en publicaciones periódicas. Dos de sus escritos, Agua para el hijo y Los indios de San Antonio de Pongolito, obtuvieron mención de honor en el concurso nacional de cuentos convocado en 1949 por diario El Telégrafo, con el auspicio de la Casa de la Cultura del Guayas. O como Eugenia Viteri, que ya escribía en la década del 50. Otra guayaquileña, Elisa Ayala González, fue la pionera del cuento en Ecuador, a inicios del siglo XX. ¿Cuántas narradoras estarán olvidadas?
Sospecho que aunque las mujeres de Guayaquil escribían narrativa en publicaciones periódicas, solo empezaron a editar libros decididamente desde la década de los 80, a la par que muchas otras escritoras latinoamericanas. Pero lo hicieron en editoriales locales, que equivale a decir de escasa circulación. Era la época en que autoras como Laura Esquivel y Ángeles Mastretta, de México, o Isabel Allende, de Chile, cosechaban gran lectoría con sus libros y conquistaban amplios públicos. Y entonces a alguien se le ocurrió que porque vendían mucho no podían ser buenas y se las etiquetó con la palabra light o como epígonos de autores consagrados. Ese era su castigo. La concesión social del patriarcado latinoamericano de los 80 era que las mujeres podían escribir, pero no destacar o tener éxito.
A las escritoras guayaquileñas del siglo XXI, en un escenario distinto, entre otras razones por las reivindicaciones feministas globales y los alcances mediáticos de la era digital, les ha tocado un camino más expedito, aunque no del todo exento de escollos. Ellas, contrariamente a sus coterráneas ochenteras y noventeras -cuyas obras no se han reeditado, por lo cual las generaciones actuales probablemente no las han leído, y varias tampoco dieron a conocer nuevos libros-, trascienden fronteras. Han optado por publicar y, en algunos casos, vivir fuera del país. Están presentes en los medios internacionales junto a otras igualmente visibles escritoras latinoamericanas. Son leídas y traducidas a otras lenguas. Y el mundo parece haber entendido que el éxito no se contrapone a la calidad. Mónica Ojeda, la más prolífica y galardonada, es la confirmación de aquello.
Yanna Hadatty, ahora dedicada sobre todo a la investigación y la crítica literaria, dijo en un panel reciente que se ha hecho con ellas casi una marca ciudad en términos de mercado editorial. Que así como hubo el Grupo de Guayaquil, hoy están las escritoras de Guayaquil. Se mostró gustosa de la renovación, que, además, destacó, es una renovación de género y una reafirmación de que las guayaquileñas toman la palabra. ¿Y los hombres? Pues siguen escribiendo y qué bueno que así sea. Qué bueno que Guayaquil haya llegado a sus 200 años de independencia con narradoras y narradores que dan cuenta de una tradición literaria en la ciudad.
La experiencia de lectura puede ser entendida como un viaje y cada uno de los libros como un punto de escala en el que nos tomamos tiempo para el desentrañamiento de la sustancia que porta la escritura. Todo ello configura una cartografía personal, que habilita posibilidades de retroceder para recuperar autores y obras, y avanzar con brújula propia hacia lecturas actuales, con lo cual se pergeña, de algún modo, un panorama narrativo. Y a la par, seguir viajando; es decir, seguir leyendo.
* Periodista, columnista, gestora cultural.