Entrevista / Miguel Littín / director de cine, televisión, guionista y escritor chileno
"Nunca hay que olvidar el carácter popular del cine"
El lunes pasado, la película Allende en su laberinto se presentó en la sede de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) ante espectadores ecuatorianos que sorprendieron al director del largometraje.
“Eran niños y niñas que tenían 12 o 14 años —dijo Miguel Littín en una entrevista con este diario— y fue una de las proyecciones más espléndidas de la película que he tenido en el último tiempo: un público que estaba riendo, comunicándose con la historia, no serio”.
La experiencia cumplió uno de los desafíos que se propuso el cineasta chileno: “Para ellos también hice la película porque, normalmente, los libros de historia no dan cuenta de lo que es la verdad profunda de los personajes...”.
¿La imagen mítica del expresidente Salvador Allende está alejada del hombre real?
No. Creo incluso que los matices de Salvador Allende se van descubriendo a través del tiempo. Hay que tomar en cuenta que todas las leyes sociales de Chile tienen su firma; fue un impulsor de todos los beneficios hacia la infancia, los estudiantiles, la mujer y la pareja. Hasta ahora representa un beneficio para la clase obrera y los campesinos y eso desde que fue legislador. Hubo una época en que fue diputado, senador y Ministro de Salud, a los 28 años —durante el gobierno de Pedro Aguirre Cerda, del Frente Popular—... La suya es toda una vida que recién empieza a descubrirse, una que no solamente está registrada en los mil días de su gobierno. Hay mucho más que rescatar de un demócrata ejemplar como él, porque su mayor virtud era la coherencia, sin duda.
¿Y qué era el cine para Allende?
Le gustaba mucho. Veía muchas películas, iba a Chile Films, por ejemplo —donde yo era el presidente de la empresa—, y ahí proyectábamos, opinábamos y participaba junto con nosotros.
Yo hice Compañero presidente (1971), un documental de una discusión que él tuvo con Règis Debray —que entonces había salido de la cárcel en Bolivia— sobre las vías y los procesos revolucionarios en el mundo y en Chile. Ahí, por ejemplo, mientras yo estaba editando, dos o tres veces (Allende) llegó a ver cómo se contaba la historia y hasta movió algunas cosas.
Él dejó una huella en el arte...
Tuvo una ligazón en su vida con el arte, fue muy amigo de gente de teatro, de los directores y tuvo una participación muy activa en la cultura, con pintores, músicos... Fue cuatro veces candidato a la presidencia y se apoyó algunas en los artistas —más que en los políticos incluso—, quienes contribuyeron con sus obras para juntar fondos para sus campañas.
El famoso Museo de Solidaridad Salvador Allende se levantó con donaciones de artistas del mundo a Chile. Ahí hay obras de (Henri) Matisse, de (Pablo) Picasso, de otros grandes pintores y escultores. El vínculo de Allende con los intelectuales, con los artistas y con el cine es muy cercano.
¿Qué piensa sobre esa idea de que el cine latinoamericano está más cerca de la labor social que del entretenimiento en general?
Yo no participo de esas definiciones. El cine nace de un espectáculo de feria, para entretener a la gente, para interesarla... este sería el concepto que más se acerca a lo que yo pienso: interesar, apasionar. Por lo tanto, no hay que olvidar nunca ese carácter popular del cine.
El cine está hecho para el pueblo, para la gente. Así como, en la época isabelina o el Siglo de oro español, los teatros eran los escenarios donde poetas y dramaturgos expresaban ideas e historias —como Lope de Vega, que fue un fenómeno popular—, el cine tomó esa popularidad.
La literatura se escapará siempre de la verdad para crear otras verdades, lo cual es el papel y la definición del arte. El cine es contar historias verdaderas, pero de una ‘manera mentirosa’ en el sentido de que si no están dotadas por la gracia, no le interesan a la gente, no serán parte de su pasión.
¿De qué forma se planteó interesar al ciudadano chileno con Allende en su laberinto?
Pertenezco a una generación que definió su origen en nuestros países, como cineastas latinoamericanos (Tomás Gutiérrez Alea, en Cuba; Jorge Sanjinés, en Bolivia; Fernando Solanas, en Argentina), los cineastas del ’68.
Entonces, sobre la base de que Allende es un personaje que nace en Chile y erige su estatura ahí, yo me planteé que él luchó por la integración del continente. Sus relaciones con la gente del Perú, de Ecuador o Venezuela fue constante, con los políticos de la época, luchando siempre por la democracia y por satisfacer las necesidades populares.
Allende es un hombre rodeado también de un halo de romanticismo y del amor que es el sentimiento más popular y democrático que existe en la historia. Por eso inicio el filme con una escena en que la mujer que él ama —Miria Contreras, ‘La Payita’— está escuchando su último discurso. Allí se desarrollan los acontecimientos, supuestos, de lo que ocurrió el 11 de septiembre de 1973. Allende penetra en un laberinto de incertidumbres, de certezas, de traiciones. Comprende lo que ha ocurrido a su alrededor y toma una decisión de la que, como se sabe, los héroes salen victoriosos o muertos... o como unos muertos victoriosos que están vivos en realidad.
El rodaje de esta película fue hecho en Venezuela...
Una gran parte. Y la otra parte del rodaje fue en Chile, naturalmente. Hay escenas rodadas en el Palacio de la Moneda. Llamé buscando apoyo a Argentina, México y Juan Carlos Lozada, de la Dirección de Cinematografía venezolana, me respondió. Entonces nos embarcamos con todos los elementos —actores, decoración, alfombras, periódicos, vestuario— y filmamos allá. El Canciller nos facilitó el Palacio Amarillo, lo decoramos como si fuera La Moneda del año 73, como una reproducción de una pintura de la época, y filmamos durante 19 días.
Después de un tiempo, regresando a Chile, la presidenta ya era Michelle Bachelet y ella autorizó que se filmara en la Moneda, así completé el rodaje, en los exteriores del Palacio.
Un cineasta filma donde sea necesario. Hubiera buscado enseguida otro sitio con las características que tiene La Moneda, lo que pasa es que tenía esa obsesión de volver al lugar donde habían ocurrido los hechos. Pero no tiene mayor trascendencia.
¿Cuál es el planteamiento general de sus talleres cinematográficos?
El amor al cine, la razón por la que hacemos las películas. La tecnología es un instrumento que fácilmente se aprende a usar, el problema es qué es lo que quieres decir, contar. El problema del cine como el del arte en general es qué cuento y cómo lo cuento. Los instrumentos no son un obstáculo.
Si tomas la historia del cine verás que muy poco ha influido lo que es la tecnología en su historia. Las películas fueron hechas con distintas cámaras en los años 50 y son clásicas, o incluso el cine silente... con distintos instrumentos tecnológicos se puede hacer, prima el contenido.
Yo creo que las organizaciones, comunidades indígenas que quieren hacer cine tienen mucho que contar y tienen un mundo inédito que narrar, uno que pocos conocen. Ese es su desafío: cómo encontrar la originalidad porque las estructuras dramáticas también se aprenden, pero lo que no se aprende es la historia personal, individual, eso lo tiene cada uno y esta hace al cine un arte creativo, importante.
¿Los pueblos chilenos —como los mapuches, williches, tehuelches— han contado sus historias a través de la gran pantalla?
Es algo que está por darse. Se han hecho películas muy meritorias de gente que no pertenece a las comunidades propiamente pero hace falta, justamente, que la gente haga sus propias películas. Un cine de las comunidades y culturas indígenas hecho por ellos, de modo tal que tenga su sello, fuerza y autenticidad.
Yo quiero hacer una película sobre los mapuches, sobre su cosmovisión, su mirada. No en cliché, de buenos y malos, yo voy mucho más allá: la visión del hombre, la que en algún momento fue coartada para los americanos. Pero no lo voy a poder hacer con la profundidad con la que un cineasta que pertenezca a esas comunidades lo haría. Hay que darles los elementos técnicos para que ellos expresen su poesía con libertad absoluta y total. Ese es el misterio: se abre una puerta, no sabemos qué habrá después.
En Ecuador hay un fenómeno cultural diverso, distinto y muy rico en relación a la participación de las comunidades y nacionalidades indígenas. Yo no puedo decir lo mismo de Chile. (I)