En esa comuna salasaca se halla el último taller de los orfebres andinos
Los tupos provienen de un taller en Chilcapamba
El arte de labrar objetos en metales preciosos, minerales o aleaciones subsiste en un pequeño taller en la parroquia Salasaca. En la comuna Chilcapamba hay una casa de bloque de un solo piso que se levanta a 20 metros de la carretera Ambato-Pelileo-Baños. No tiene nada de particular y pasa casi inadvertida como las demás.
Excepto que adentro funciona el taller de orfebrería de Danilo Masaquiza denominado Runa maqui (mano de hombre). Es el único que hay en las 18 comunidades donde viven más de 12 mil habitantes que pertenecen a este pueblo indígena en el cantón Pelileo en Tungurahua.
Danilo empezó por su cuenta esta labor en 1999, cuando tenía 19 años. Aprendió sobre este oficio prehispánico en todo libro que cayó en sus manos e incluso visitó algunos talleres en Perú y Bolivia donde se moldean los metales como se acostumbraba en el Tahuantinsuyo hace más de 500 años.
“No pretendo enriquecerme con mi destreza. Solo quiero ayudar en la conservación de nuestra cultura ancestral. Lo que hago me da para vivir sin lujos y es todo lo que necesito para ser feliz”, opina Masaquiza mientras observa las inscripciones que hizo en unos tupos.
Los tupos son alfileres de gran tamaño, generalmente de plata, que se usan para sujetar mantos y ponchos. En su vivienda los hay de 20 y de 3 cm de alto. Sus cabezas son obras de arte en miniatura.
“El tupu (en kichwa) es una prenda muy importante en la indumentaria de nuestras mujeres. No importa si es una casa pobre o de posibilidades, este alfiler se utiliza para sujetar las chalinas para las fiestas y las ceremonias con rituales”, explica Danilo.
Este indígena autodidacta se pasa la mayor parte del día inclinado sobre una mesa de tablones. El sitio donde funde los metales está a la mano, al igual que la zona del martillado y el exhibidor en donde por los menos hay unas 200 piezas entre aretes, tupos, manillas, collares, dijes, wallkas, broches, imágenes andinas y más.
Entre las herramientas que utiliza se destacan las sierras, los taladros manuales, las laminadoras y especialmente sus manos y su buen pulso.
La cabeza de los tupos tiene la imagen del sol y la cruz del sur. En el centro de estas figuras se colocan piedras semipreciosas como aguamarinas, amatistas, ámbar, corales, cornalinas, cuarzos, feldespatos, jaspes, ónix, ópalos y turquesas.
El taller no tiene más que 4 por 4 metros. Incluso hay espacio para una suerte de telar en el que la esposa de Danilo, Silvia Masaquiza, hila las fajas que también complementan la ropa femenina de los salasaca.
“Se utilizan en la cintura no solo para acentuar al figura también para mostrar los diseños andinos. Bordo hombres, mujeres, animales y escenas de las fiestas comunales”, explica Silvia con la amabilidad adquirida en el trato continuo con turistas de diversas nacionalidades.
Decididos a mostrar cómo es el atuendo femenino para una fiesta, ambos padres convencen a su hija, Mishel de 18 años, que se vista íntegramente como para una celebración. Ella accede complaciente en un cuarto contiguo que les sirve como dormitorio.
El ajetreo llama la atención de los otros integrantes de la familia Masaquiza Masaquiza, un apellido muy común en esta zona donde las personas viven del turismo comunitario, la agricultura precaria y el comercio de tejidos en dos ferias artesanales locales.
Mishel está lista. Usa un anaco negro y estrecho que le llega sobre el talón. Una faja o huarmi chumbi, 2 bayetas negras unidas por delante con 2 tupus pequeños y una ucupachallina que es similar a una manta sobre los hombros que se sujeta con otro tupu largo. Wallkas, aretes, dijes sombrero y alpargatas complementan el ajuar.
“Siento orgullo de llevar esta indumentaria. Me gradué hace poco del colegio y quiero estudiar medicina para ejercerla en mi comunidad”, dice la muchacha con una sonrisa que perdura a pesar de su natural timidez. (I)