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El ateo que lee la Biblia

Ramiro García, Doctor en Derecho Penal
Ramiro García, Doctor en Derecho Penal
Foto: Miguel Jiménez / et
18 de marzo de 2018 - 00:00 - Rubén Dario Buitrón

Confiesa ser ateo pero entre los cientos o quizás miles de libros que abarrotan su estudio descubro dos biblias: una voluminosa, publicada en español, y otra, pequeña y delgada, escrita en griego.

¿Cuál es la razón para que Ramiro García, doctor en Derecho Penal, cuyos ejes de lectura se mueven entre las normativas legales, la filosofía y la sociología, tenga muy cerca de su amplio escritorio y su computadora Apple esas dos biblias?

Cuando desde el otro lado del mueble donde está sentado le hago esa pregunta sonríe, gira hacia su izquierda, toma con sus manos los dos libros, los pone sobre el escritorio, busca con rapidez las páginas de una y otra Biblia y llega adonde quiere llegar: Tito 3:10.

“La historia del Derecho es la historia del terror”, me dice mientras señala con el dedo índice de su mano izquierda el párrafo de la Biblia católica y el párrafo de la Biblia griega.

Son distintos. Y gracias a la comparación de los dos textos me queda clara su tesis de que el proceso penal contemporáneo es una herencia de la inquisición católica, que en la Biblia griega no consta.

En 1215 -explica- el Concilio de Letrán, dirigido por el papa Inocencio III, cambia el sentido de la escritura de Pablo (o San Pablo, como dirían los católicos), quien introduce el concepto de la herejía.

A base de esa nueva teoría, la jerarquía católica desarrollará, con el tiempo, la argumentación, supuestamente sagrada y divina, de que la herejía era un grave pecado al que se debía combatir con tortura, autoincriminación, sentencia y cruel asesinato a la víctima.

García se graduó de abogado en la Universidad Católica y obtuvo el doctorado en Sevilla, España.

Hoy, además de su ejercicio litigante en los tribunales de Ecuador, es catedrático de maestrías y doctorados y profesor invitado en universidades de Europa y dicta clases de Derecho Penal en la Universidad Central de Quito.

Ha escrito -no lo recuerda con precisión- más de diez libros y publicado 20 artículos indexados en revistas académicas de las más prestigiosas universidades.

El presidente del Colegio de Abogados de Pichincha, de 47 años, disfruta su vida con intensidad. Es divorciado y tiene un hijo adolescente (Ramiro) que no se enreda la vida porque sus padres mantienen una muy buena relación y es él quien decide cuándo pasar con su madre o con su padre, indistintamente.

En la amplia casa cuya fachada se compone de ladrillo visto y tejas verdes, ubicada en un sector poco accesible del tradicional barrio quiteño El Inca, mantiene cinco bibliotecas en las cuales reparte por temas los libros, los cuadros (Kingman, Guayasamín, entre otros), las esculturas y los objetos que relevan lo que es: un viajero incansable que no solo disfruta de su rango de profesor o maestro de prestigiosas universidades sino de conocer países, ciudades, pueblos y gente, todo tan distinto a lo que tiene acá.

¿Tan distinto? Sí, porque Ramiro García no cree en chovinismos absurdos como aquellos que califican a Ecuador de un país tan maravilloso que es único en el mundo y al que la gente de todas partes del planeta está obligada a conocerlo.

Para él, cada ciudad y cada país tiene sus particularidades, sus bellezas, sus lugares únicos y originales, sus esencias, sus sabores, sus paisajes, sus características únicas e inigualables.

Sabe que mucha gente lo califica como polémico e irónico, desconfiado y crítico del poder, en especial del político, pero subraya que en algo estuvo de acuerdo con el expresidente Rafael Correa fue en la necesidad de combatir los poderes fácticos que tanto daño hacen a la conciencia social y que a través de su influencia mantienen sus privilegios.

Es un tuitero insigne. Hace cuatro años abrió su cuenta en redes sociales con el ánimo de expresar lo que él llama “humor negro”.

Hoy tiene 41.000 seguidores, pero aunque lanza un promedio de cinco tuits diarios  empezó a cuestionarse si debe mantener su cuenta, porque considera que, especialmente en  el país, se rebasaron los límites del debate y el desacuerdo para llegar a una violencia verbal que por  ratos le resulta incómoda e inútil.

Aquel “humor negro”, como él califica, cultivó en Argentina, país al que ama con un sentimiento especial y donde ha hecho muchos amigos entrañables. Allí aprendió que la mejor arma para la crítica social es la ironía. Y me da nombres insignes: Fontanarrosa, Sabat…

Mafalda es tan ingeniosa como profunda, gracias a ese hombre extraordinario que hizo de una niña gordita y de abundante cabello negro el ícono del escepticismo y la agudeza.

Sonríe con su dentadura blanca, blanquísima, hace un breve silencio y asegura que una de las descripciones más precisas del poder es aquella frase que Mafalda dice cuando observa a un policía, mira su tolete y le pregunta si ese es “el palito para abollar ideologías”.

A propósito de crítica al poder vuelve el tema de la inquisición y recuerda que uno de los hechos que más lo han indignado -y por el que tomó partido de forma abierta y activa- ha sido el caso de “los diez de Luluncoto”, los chicos a los que el gobierno anterior encarceló bajo la acusación de terrorismo.

Precisa que no pertenece a ningún partido político y que nunca militaría en uno. Pero que desde sus entrañas le urge defender causas que van contra lo políticamente correcto, como el matrimonio igualitario, como la lucha ecológica, como la libertad de expresión, aunque no esté de acuerdo con lo que se diga.

Me sorprende cuando cita a Joaquín Sabina: “No soy militante de carné”.

Luego, con una idea distinta de quien me acompaña, caminamos por la casa, observamos una de las pinturas que cuelgan de las paredes y sus libros preferidos y nombra a sus referentes ideológicos: Foucault, Derrida, Hegel, Nietzsche.

Entonces cita a Fruko, el legendario salsero colombiano, cuando canta: “en el mundo en que yo vivo/ siempre hay cuatro esquinas./ Para mí no existe el sol/ni luna ni estrellas”.

Lo dice porque cuando nos despedimos, bajo la puerta confiesa, con cierta nostalgia, que, además de ser ateo, Marx le parece insuficiente para explicar la vida, mucho peor ahora, en la sociedad de la posverdad. (I)

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