Vargas Llosa: el escritor profesional
En una de las salas del Instituto de Estudios de Investigaciones Peruanas Raúl Porras Barrenechea, reposa, enmarcada y sobre la pared, una fotografía de Mario Vargas Llosa a sus 20 años: sentado sobre una silla, con la espalda arqueada, inclina su cabeza frente a la máquina de escribir a la que parece pegado, con devoción umbilical, sin que le importe nada más. Todo en la imagen es concentración. “Era uno de los mejores discípulos que el Doctor tuvo en sus años de investigación”, dice con tono de orgullo Rocío Hilario Ramos, actual administradora del lugar. Se refiere al tiempo en que el joven arequipeño hacía las veces de asistente de Porras Barrenecha, uno de los historiadores más notables del Perú. “Esa relación es decisiva en su formación como creador, pues se vuelve un ser metódico con la investigación, disciplinado en la búsqueda y redacción de datos, en cierto sentido, se profesionaliza como escritor”, apunta Julio Zabala, jefe editorial de Librerías Ibero.
Esa esencia justifica la concentración del joven que muestra la foto: un hombre frente a una tarea diaria por cumplir.
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“Quiero que la muerte me encuentre escribiendo” afirmó Vargas Llosa el 11 de septiembre pasado en la presentación de su más reciente novela El héroe discreto.
A sus 67 años, al autor de 18 novelas, dos libros de cuentos, 23 de ensayo, 9 obras de teatro, una autobiografía y más de un centenar de publicaciones diversas, no se le ocurre darse por vencido.
Es un reflejo adquirido con la práctica y los años: nadie lo recuerda como alguien para el que perder el tiempo fuese una ocupación. “Desde sus inicios se caracterizó por ser un lector voraz, un acumulador de técnicas narrativas que encontraba en esas lecturas y a las que empataba con una utilización no tradicional de la anécdota personal, logrando un crisol de formas de contar un hecho”, añade Zabala. Ese crisol se trasladará a las estructuras narrativas complejas con las que el joven Vargas Llosa empieza a sorprender en los primeros cuentos publicados en los diarios El Comercio y Mercurio Peruano.
Pero eso no es todo. “Diría que con excepción de Alfredo Bryce, Vargas Llosa es quien mejor oído ha tenido para imitar una oralidad costeña, en particular, el habla limeña. Eso explica su admirable trabajo para los diálogos que, si uno se fija con atención, son los que sostienen esas sólidas estructuras formales que tienen sus novelas más complejas”, dice el narrador peruano Carlos Yushimito.
La suma de esas características solo puede dar un resultado: el estilo sostenido sobre el que el autor irá formando la base de su universo narrativo.
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Pero: ¿hacia dónde lleva Vargas Llosa un estilo así? La respuesta deja de ser un lugar común cuando se enfoca en el análisis del discurso que puebla a su obra.
En las primeras novelas de Vargas Llosa, más allá de la nutrición externa con que se define su formación, se refleja un interés marcado por una mirada hacia el Perú. Ese es un síntoma que comparte con toda la Generación del 50, de la que él forma parte, y que lo lleva a observar, con ojos de desconcierto, el cambio constante que sufre Lima, encerrada todavía en su nostalgia oligárquica y ajena por completo a los problemas de la sierra gamonalista y la invisibilidad política de la selva. Ese testimonio se asienta en obras como Conversación en la Catedral en la que el recordado Zavalita preguntará: “¿En qué momento se jodió el Perú?”. “Esa es una duda latinoamericana, lo que implica que Vargas Llosa se muestra, desde muy temprano, como un escritor adelantado a sus compañeros de generación, interpelándose por condiciones que superan su espacio físico”, opina Julio Zabala. Para Carlos Yushimito en cambio, esa voz es solo un gesto afín a preocupaciones similares expresadas, por ejemplo, por Salazar Bondy en su libro Lima la Horrible. “Pero yendo a algo más concreto, siempre hubo una tensión muy grande en el pensamiento vargasllosiano con respecto a cómo incorporar el Perú a un proyecto de modernidad, que es el gran reto que se autoimpusieron los hombres de su generación y él en particular. En sus primeras novelas –que son también las más hermosas– llega a reflejar esa tensión, no solo narrativa, formal, sino también argumentalmente. Pensemos nada más en La Casa Verde. Logra transmitir una crisis ideológica, cierta ambigüedad en la aceptación o negación del proyecto”, señala Yushimito.
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En 1981 esa ambigüedad sería resuelta. La publicación de La guerra del fin del mundo, de acuerdo a la crítica, una de las novelas más logradas por el escritor peruano, propone, bajo la historia del enfrentamiento entre yagunzos y militares brasileros, un discurso que representa su modo ideal de solucionar la integración de lo “primitivo” a la modernidad: la orientación del poder a calmar la agitación popular. De ahí en adelante, esa tensión descrita por Yushimito, tendrá una respuesta cada vez más explícita, se trasladará a la ejecución formal y narrativa de su pensamiento: Lituma en los Andes, o, La Utopía Arcaica, obra dedicada al pensamiento de Arguedas, ya no presentarán ningún tipo de ambigüedad y, por el contrario, mostrarán una técnica paralizada en la limpieza de la narración.
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En 1953, Vargas Llosa es un joven estudiante de la Universidad San Marcos protestando en las plazas contra el gobierno de Manuel Odría. Lo hace como parte del Movimiento Cahuide, nombre adoptado por el Partido Comunista del Perú como respuesta a la persecución estatal. Unos meses después, renuncia a este movimiento y se afilia a las filas del Partido Demócrata Cristiano, con la esperanza de que la situación cambie. De ahí en adelante, su filiación siempre tendrá algo de dubitativo: el apoyo a causas de izquierda alternará con el duro cuestionamiento a los abusos del poder.
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Terry Eagleton, en su ensayo Ideología: una introducción, apuesta por la certidumbre al relacionar ideología y creación: ningún creador podrá estar aislado de la corriente ideológica que su discurso persiga. Para Patricia de Souza, novelista peruana, esa ha sido una marca que tiende a agravarse en el trabajo de Vargas Llosa con el paso del tiempo. Un conservadorismo marcado, influencia a la narración volviéndola llana, sin efecto, lo que lo aparta de sus contemporáneos, pues no logra adaptarse a los cambios. “Hay que ver lo que dijo en La sociedad del espectáculo, era una visión ultraconservadora, creo que le cuesta mucho salir de su molde y eso se nota en sus novelas. No creo que en sus últimos libros supere sus límites políticos”, añade.
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“Cuando hablamos de una novela nueva de Vargas Llosa, hablamos de la apuesta más fuerte que se hace en el mundo editorial peruano”, recalca Julio Zabala. Los números no lo dejan mentir: el primer tiraje de cualquiera de sus obras no es menor a 25 mil ejemplares. Y eso es poco si pensamos en el mercado informal, en el que la piratería, de acuerdo a las cifras, produce el doble de ese tiraje. Desde la publicación de La ciudad y los perros (1963) hasta El héroe discreto (2013), han pasado cinco décadas y, con ellas, cinco posibles generaciones de lectores. “Vargas Llosa ha formado a lectores EN DEL el país, y los más llamativo de eso es que ha aportado a que se sigan multiplicando, su inclusión en el Plan Lector, sus continuas reediciones, han generado una especie de tendencia que se activa cuando se anuncia una nueva entrega de sus obras”, pronuncia Zabala.
A una semana de su presencia en el mercado, El héroe discreto figuró como la obra más vendida, de una lista de 10, en el mercado mexicano. En países como España o Chile, no figuró siquiera en la lista.
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A Ernesto Carlín, periodista limeño, la reciente novela de Vargas Llosa no lo entusiasma. No lo dice pero deja entrever su escepticismo calificando a la obra como un retorno. No solo porque en ella aparezcan personajes ya utilizados en sus anteriores obras –Lituma, Don Rigoberto, Fonchito, Doña Lucrecia- sino porque nuevamente el Perú vuelve a ser su territorio de desarrollo. “También retornan el idealista, siempre enfrentándose al mundo, o esa relación de padres e hijos, conflictiva y enmarcada, ahora, en un contexto de auge económico”, señala.
Si es así, la historia que transita entre Piura y Lima, y que retrata a dos hombres en etapa de madurez, enfrentados a los desafíos de la delincuencia y de la traición familiar, se dejaría leer como un discurso de agudización de esos principios novelescos que Vargas Llosa ha sabido llevar a cuestas desde su consolidación como un autor profesional.
Lo que es novedoso es también, al mismo tiempo, llamativo: Perú es ahora, en la novela como en los discursos de la realidad, un lugar en el que el sueño de la clase media se cumple. Donde, como ha dicho el propio Vargas Llosa: “Tenemos democracia… tenemos una política de apertura, de defensa de la propiedad privada, de estímulo a la inversión y a la creación de la riqueza a través de la empresa privada; todo lo que yo creo que empuja una sociedad hacia el progreso”.
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“Su cartografía de las estructuras del poder y sus imágenes mordaces de la resistencia del individuo, su rebelión y su derrota”, fueron los atributos que el consejo encargado de la entrega del Premio Nobel de Literatura, encontró en la obra de Vargas Llosa para otorgarle dicho galardón en 2010.
Lo que ha pasado desde entonces con los narradores peruanos, es una extensión de lo que venía pasando años antes: alrededor de la figura de Vargas Llosa crecía la necesidad del parricidio. “Esa es una necesidad que considero, no solo se asienta en los escritores nacionales sino en los latinoamericanos”, señala Julio Zabala. Quizá, en sintonía con ese criterio, sirve recordar toda la estela causada por el Boom Latinoamericano que erigió, como padres de la narrativa, a autores que han sido cuestionados por las generaciones posteriores. Sin embargo: ¿es esta ansia por matar al padre una acción que se resuelve apenas con deslegitimarlo? “No. Las ansiedades parricidas deberían ser siempre un proceso de lectura y confrontación intelectual y no tan solo una moda histriónica. Yo personalmente pienso que las obras de Vargas Llosa hace mucho tiempo dejaron de interpelar, que son ejercicios afantasmados o, en el mejor de los casos, tiernos. Pero no se me ocurriría jamás desestimar su lugar en la historia literaria latinoamericana. Solo basta ver la influencia que ejerce hoy en día en autores jóvenes y brillantes como el peruano Jeremías Gamboa (en cuanto a su universo juvenil: el individuo, su madurez, su relación con el barrio) o el boliviano Wilmer Urrelo (en cuanto a sus plataformas narrativas). Un hecho muy revelador me resulta el fenómeno Bolaño. Decir que se admira a Bolaño y se desprecia a Vargas Llosa, es como pretender decir que se admira a Vargas Llosa y se desdeña a Faulkner. Esas contradicciones parecen nacer de hostilidades extraliterarias más que de un conocimiento responsable de la tradición propia”, alega Yushimito.
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Debajo de la fotografía del joven Vargas Llosa en aquella sala del Instituto Raúl Porras Barrenechea, reposa la máquina que, en la imagen, él teclea. Es una Remington descolorida, apagada en el silencio que puebla los objetos cuando empiezan a envejecer. La analogía podría ser literal.