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El Telégrafo
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Sonata en seis tiempos para descubrir a Evelio Rosero

Sonata en seis tiempos para descubrir a Evelio Rosero
08 de julio de 2013 - 00:00

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Que la guerra sea un enfrentamiento entre bandos opuestos no implica, de ningún modo, que esos bandos sean solo dos: la violencia tiene la particularidad de germinar como el mejor pasto bajo la canícula, para, en un abrir y cerrar de ojos, devorarlo todo. El vértigo de esa acción es el que, en un sentido puramente estético, se capta dentro de la novela Los Ejércitos, del colombiano Evelio Rosero.

 

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Evelio Rosero es piscis: la tranquilidad y paciencia, el trabajo silencioso y la espera, son características que, en su perfil, explican, en gran medida, su férrea resistencia. “Tenía atravesada una rabia profunda por la educación católica que recibí en la infancia”, dice en cierta ocasión, al recordar el motor inicial de su escritura. Esa rabia va con él en su tránsito infantil desde su natal Bogotá hasta Pasto, una ciudad de los Andes cercada por montañas y frío. Allí, Rosero, aún adolescente, descubriría que la lectura lo podía transportar por distintos mundos sin necesidad de salir de su casa. “Encontré en los libros la mejor forma de ser libre”, comenta el novelista. Sería también ese ambiente aquel que empezaría a grabarse como una impronta omnipresente en sus pequeñas piezas narrativas que aparecían en los dominicales de El Tiempo y El Espectador. Pero será en su primera novela Mateo Solo en la que esa vena descriptiva alcanzaría una textura especial. Recuerda Rosero que aquella primera edición fue trabajada de forma artesanal, y no tuvo mayor difusión ni eco en el medio literario colombiano. “La lanzamos una noche de borrachera, literalmente, desde el edificio más alto de Pasto, el amigo que había hecho las veces de editor y yo, fuimos los únicos asistentes”. De los aplausos ni rastro. Una suerte de silencio cruel se tendería desde entonces sobre su obra: el lanzamiento de los dos siguientes libros, Juliana los mira y El Incendiado, que junto con el anterior formarán la trilogía Primera Vez, estaría acompañado por una escasa difusión en el medio local, condenado a los libros, según Rosero, a esfumarse sin mayor historia.

 

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Una mañana de 2006, Evelio Rosero sale temprano de casa rumbo a la tienda de correo. Lleva en sus manos el manuscrito de una novela —una más— terminada la noche anterior. “Había decidido que no quería ser profesor de Literatura ni dedicarme a otra tarea que no fuese escribir, no importaba si eso no me llevaba a ninguna parte, yo iba a resistir”, comenta el escritor. Ninguna parte, sin embargo, era ese lugar oscuro, garganta silenciosa, a dónde iban a parar cada nueva publicación y cada premio que merecía su creciente obra que, a esas alturas incluía un libro de cuentos infantiles, piezas de teatro y nueve novelas más, entre las que constan Señor que no conoce la luna y Los Almuerzos. Salir de un anonimato patológico merecía, sin duda, las manos benditas del azar: la tienda de correos tardaba en abrir media hora más, así que Rosero decide ir a un ciber café a chequear su cuenta de correo. “Miré allí la convocatoria al Premio Tusquets, sin duda era un galardón que yo admiraba mucho, miré el sobre que contenía la novela y dudé, otra vez, me dije, las copias, los sobres, el dinero para el envío”, comenta el novelista como quien se lamenta de un miembro defectuoso.

 

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La obra que contenía aquel sobre era la novela Los ejércitos. En ella, Rosero desarrolla una temática ya presente en algunas de sus novelas anteriores como el caso de El lejero o Los escapados: la violencia que durante décadas ha desangrado a Colombia.

 

La figura del maestro Ismael Pasos, personaje principal en Los ejércitos, se vuelve primordial en cuanto al hilo narrativo que propone: un poblado en la selva colombiana ve perdida su tranquilidad en el enfrentamiento entre militares, paramilitares y guerrilleros, a tal punto que, de tanta violencia, no se sabe qué ejército dispara, mata, viola, se lleva secuestrada a la población, la destroza. Una suerte de fantasma encuentra factor común en el camuflaje. Ismael Pasos narra los movimientos, los latidos de esas balas espectrales que terminan por traerse abajo el mundo. La suya es una memoria en peligro: en algunas escenas cae preso del olvido, acaso como una metáfora puntual del horror que la palabra no alcanza a explicar. “Yo escribí una novela que no buscaba alimentar un punto de vista político sobre el conflicto, sino mostrar la realidad que se vive en los poblados de mi país, el terror del secuestro, el miedo de los ejércitos que no se sabe a quién terminan obedeciendo”, comentaría en otra ocasión Rosero. Una historia apoyada en un lenguaje claro, directo, despojada de cualquier asomo y parentesco con el realismo mágico garciamarquiano, y más cercano a la impronta de una narrativa fluida, precisa en la adjetivación, veloz en el contraste de escenas y aguda en los tonos en los que el drama deja de ser llanto para convertirse en la única posibilidad de sobrevivir. Eso, lo representa bien Ismael Pasos, quien, venciendo su propio olvido, ve caer a su pueblo como un castillo de naipes, antes de él mismo, ser asesinado.

 

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El 29 de noviembre de 2006, en el marco de la Feria del Libro de Guadalajara, Los ejércitos obtuvo el Premio Tusquets Editores de Novela 2006. El jurado del premio —compuesto por Alberto Manguel, Almudena Grandes, Alberto Ruy Sánchez, Francisco Goldman, Beatriz de Moura y Aurelio Major— vio en la obra una “singular elegancia y la maestría, no exentas de dramatismo, con que Evelio Rosero aborda un asunto no por habitual menos difícil de tratar: la violencia arbitraria e irracional que asuela a un pueblo.”

 

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Es 1983 y en uno de los vagones del metro de París, Evelio Rosero toca la flauta para ganarse el pan del día. “Vivíamos muy mal y tomábamos vino peleón, así le decíamos porque era el más barato y el que podíamos adquirir”. Entonces, su sueño de ser escritor le había dictado, como regla fundamental, residir en Europa, como otros escritores latinoamericanos, para formarse en el oficio. La misma escasez de París lo acompañaría en Barcelona, donde, sin embargo, recibiría un fugaz aliciente. “En 1986 mi novela Juliana nos mira quedó finalista del premio Herralde de Novela, entonces, me entrevisté con el dueño de la editorial Anagrama, Jorge Herralde, se mostró interesado en publicar mi obra y difundirla en Europa. Cuando vi el machote de la obra, sin embargo, desistí: mi obra, que estaba escrita en español, había sido, “traducida” al español, un lenguaje comercial, que en muchas cosas le quitaba el ritmo y, con él, el sentido de lo que yo había querido decir. Me negué a que se publicara así. Después de todo, había resistido hasta ahí, qué más daba esperar un poco más”.

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