Eduardo Vega y el cuerpo de la tierra
¿Qué es lo que hace a un artista? ¿Es acaso un impulso innato que impone una marca ineludible en el destino de un ser humano? ¿O es más bien el producto de un entorno favorable -lugar de origen, experiencias vitales, influencias tempranas- lo que enciende la chispa creativa? ¿Se nace artista, o el artista se forja trabajosamente a lo largo de una vida de obstinado esfuerzo? Seguramente nunca lo sabremos con certeza; pero es indudable que el tesón, la fortaleza de ánimo para insistir empecinadamente en una tarea autoimpuesta, eso que llamamos vocación, se alimenta quizá en partes iguales de ambas condiciones. Y es igualmente indudable que en la admirable tarea artística de Eduardo Vega se suman un enorme talento, su pertenencia a una geografía, a una historia, a una cultura propicias, y una apasionada dedicación a su trabajo.
Esto es precisamente lo que se muestra en este libro -bello y útil- cuya publicación merece celebrarse: Eduardo Vega y el alma de la tierra. Cuatro capítulos y una espléndida galería de imágenes van dibujando un doble itinerario: el de la tradición ceramista en Cuenca y en el Ecuador, y el de la trayectoria artística de Eduardo Vega, uno de sus más destacados cultivadores. Dos itinerarios paralelos que se encuentran, se entrecruzan y se alimentan mutuamente.
1. Vega y la tradición cerámica del Azuay
“Desde hace miles de años el ceramista se hace en aquellas regiones del mundo en las que la tierra le es propicia”; así comienza el primer capítulo del libro, que se titula “Vega y la tradición cerámica del Azuay”; en esta primera estación Alexandra Kennedy dibuja los contornos del lugar de origen: Cuenca, la modesta y austera ciudad provinciana hasta mediados del siglo XX, heredera de una larga y notable tradición de ceramistas. Allí están los vestigios de los antiguos alfareros precolombinos, la sostenida aunque modesta producción cerámica colonial y republicana, algunos apuntes sobre los barrios artesanales cuencanos de la primera mitad del siglo XX (la Convención del 45, Todos Santos, El Tejar), hasta desembocar en el desarrollo de la moderna industria cerámica de las últimas décadas, que combina -para bien y para mal- la tradición milenaria con las innovaciones del gusto moderno y con las exigencias comerciales del mercado nacional e internacional. Hay que decir que esta panorámica está entretejida con algunos momentos de la experiencia existencial de Eduardo Vega, la memoria inevitablemente nostálgica de la infancia, las largas vacaciones en San Fernando en el valle de Yunguilla, los tempranos experimentos con el ceraturo en los juegos infantiles, los años de formación en Europa, todo lo cual va mostrando el progresivo y afortunado encuentro de los tres núcleos de lo que será su obra artística: los objetos cerámicos, el entrañable paisaje andino, omnipresente en toda su producción artística; y el temprano descubrimiento de una notable habilidad para el dibujo.
Son reveladoras sus palabras al rememorar las conmociones que provocaba en su sensibilidad la particular geografía andina, particularmente la de San Fernando, la de Tarqui, la cadena montañosa del Portete que baja hacia el valle de Yunguilla. Escuchemos sus palabras:
“Los murales parecerían inventos míos, no lo son, me inspiro en los perfiles dramáticos, extraños. Las puestas de sol hacia la costa producían unos cielos extraordinarios en la parte más alta del valle caliente de Yunguilla. Los colores y las formas de mis piedras eran una maravilla. Junto a las montañas, los ríos y las piedras, los animales salvajes que veía. Moría el ganado y asomaban cóndores y gallinazos a devorar la carroña. Y las plantas hermosas, las totoras de las lagunas, los pumamaquis y los cáñaros”.
2. Los trabajos y los días
Eduardo Vega no es solamente un heredero de la tradición del arte cerámico cuencano, sino uno de sus protagonistas más originales, innovadores y versátiles. Y esto es lo que se muestra en “Los trabajos y los días”, el segundo capítulo, que es un acercamiento a su trayectoria artística y vital. Alexandra Kennedy anota algunos rasgos del contexto cultural en el que se desarrolla la producción artística de Vega, y que de alguna manera han obstaculizado una valoración más objetiva de su significación estética. La estrechez quiteño-céntrica de la crítica cultural que ignora lo que se hace fuera de la capital, en ese territorio borroso que denominan con cierta arrogancia mal disimulada, “las provincias”; el sistema de jerarquización de las artes que borra de la mirada y de la valoración social, las expresiones artísticas plasmadas en materiales no convencionales -hierro, vidrio, arcilla-, y sin saber muy bien qué hacer con ellas termina por exiliarlas a las zonas fronterizas de la artesanía o el diseño, como artes de segundo orden, como “la cenicienta de las artes” dice Kennedy. Sin embargo, ella misma señala cómo algunos debates de los últimos años han contribuido a enriquecer el horizonte conceptual de lo que hasta entonces se había considerado “lo artístico”.
Lo que se muestra en esta segunda parte es el desarrollo de las múltiples facetas de su producción: arte, industria, artesanía, diseño, en esa particular confluencia de lo local y lo universal, la huella campesina y las exigencias urbanas, lo tradicional y lo moderno, lo utilitario y lo estético, la figuración y la abstracción, como la marca que caracteriza la estética de Eduardo Vega.
Cito un breve párrafo del texto porque creo que es un buen resumen de su personalidad polifacética, y de las diversas aristas que se entrecruzan en su obra. Dice Alexandra:
“Me propongo revisar la obra de Vega, artista y diseñador, ceramista y muralista, arquitecto aficionado, inventor, político interesado por nuestras herencias patrimoniales y por el cuidado del medioambiente, regenerador de parques y jardines, estudioso autodidacta, apasionado por árboles y pájaros”.
Quisiera destacar que el texto crítico de Alexandra Kennedy resulta enormemente atractivo, no solamente por la precisión del dato, la consistencia de sus anotaciones sociológicas y reflexiones conceptuales, sino porque está matizado con anécdotas muy personales, que van configurando simultáneamente el retrato del artista y del ser humano, “el hombre moderno, sencillo e ingenuo, campesino en el fondo” (estas son palabras de Alexandra) que tuvo la sabiduría de conjuntar la acumulación de experiencias culturales de sus estancias europeas y sus aprendizajes con los alfareros populares de la Convención del 45 o de Chordeleg, su fascinación por las pequeñas piezas intimistas y el desborde creativo de las grandes obras murales y escultóricas, la seducción del paisaje local y las atrevidas formas del diseño contemporáneo.
3. Pilares cósmicos y otros dominios sagrados
En esta tercera parte del libro, Cristóbal Zapata propone una lectura muy sugerente de algunas líneas de significación contenidas en la obra de Vega. Lo cósmico, lo sagrado, lo telúrico. El arte más significativo de Vega está atravesado por el propósito de retornar al origen, de redescubrir los espíritus ancestrales precolombinos, de reencontrar los fundamentos sagrados que aún subsisten en los repliegues de la naturaleza y de nuestra secularizada vida cotidiana.
Zapata recorre minuciosamente la riqueza simbólica y plástica de los grandes murales, considerándolos como alegorías poéticas, narrativas y míticas, que dialogan con la naturaleza, cuentan historias y reinterpretan a su manera los signos de nuestra memoria, y lo hacen con un lenguaje plástico atrevido, innovador, poderosamente personal. Son particularmente sugerentes las interpretaciones de los conjuntos escultóricos de fuertes resonancias prehispánicas que Zapata llama “pilares cósmicos”, y que se refieren a Los tótems, Los árboles de Feliu, y la estupenda maqueta desafortunadamente no realizada de Los frutos de América. Árboles de la vida, antiguos hábitos funerarios, episodios del descubrimiento y la conquista, figuras que evocan remotos danzantes, lunas, cuerpos, vegetales, minerales, perfiles montañosos, estratos geológicos, pueblan este personal universo creado con el barro de la tierra, con la memoria y la cultura, y propician un reencantamiento del mundo para mostrar, como dice Zapata, el lado oculto de las cosas, el anima mundi.
4. Perdido y reencontrado: el objeto cerámico en el arte ecuatoriano
Es la última estación de este paseo por la obra de Vega. Aquí, Cristóbal Zapata ensaya una mirada más abarcadora sobre el arte cerámico ecuatoriano, y dibuja algunas de las líneas maestras de su desarrollo; lo que muestra este trazado es una espléndida tradición milenaria que, con reconocibles paréntesis en ciertas épocas, ha mantenido una vitalidad desbordante, y que constituye precisamente la tradición en la que se inserta y a la que aporta el maestro cuencano Eduardo Vega.
En este estupendo texto, ustedes descubrirán las continuidades y rupturas de un arte muy antiguo y la vez muy contemporáneo. Desde el sustrato mágico-religioso de las piezas ceremoniales precolombinas, desde la nítida belleza de su cerámica utilitaria, el arte cerámico ha conservado a lo largo de los siglos, aunque con interrupciones intermitentes y vacíos, una riqueza simbólica y un vigor expresivo que continúa en la contemporaneidad, hasta la eclosión eufórica de los años 80 y 90, y un cierto remansamiento en las décadas siguientes. Zapata repasa, además, la presencia poderosamente simbólica de la cerámica en otros espacios estéticos, como la célebre vasija de barro, o las tinajas en la novela Los hijos, del cuencano Arturo Montesinos, cuyo sentido remite a la tierra madre, simultáneamente vientre materno, útero y tumba. Desde esta matriz brota un intenso torrente de analogías que se dispersan en distintas direcciones.
Y en este punto, tengo que confesar que para mí fue una revelación el descubrimiento de un arte tan pródigo en nombres y obras -exquisitas o grotescas, refinadas o desafiantes, irónicas o conmovedoras- probablemente desconocidas -e injustamente desconocidas habría que añadir- para un público más amplio.
Para terminar, debo consignar una confidencia más. Si bien había conocido y admirado numerosas y variadas muestras de la obra del maestro Vega, desde sus hermosas y delicadas piezas utilitarias, sus originales objetos decorativos, y hasta algunos de los grandes murales, tengo que decir que me ha resultado sorprendente mirarla así en conjunto, aunque sea a través de las fotografías, en el riquísimo despliegue de su variedad y, al mismo tiempo, en las vetas que configuran su admirable unidad y coherencia interna, en la continuidad de sus símbolos y en la renovación constante de sus búsquedas formales, de su lenguaje plástico, es decir, todo aquello que hace una gran obra.
No queda sino agradecer esta publicación que celebra su aproximación al alma de la tierra, como dice el título del libro, pero también su jubiloso contacto con el cuerpo de la tierra, con el barro, la sustancia primigenia, el polvo que fuimos y que seremos. Creo que, sin que lo sepamos, esto es lo que nos murmura al oído, secretamente, cada una de sus singulares piezas. Y es que leyendo este libro y mirando las imágenes de sus obras, pensaba que trabajar con la tierra tiene algo de demiúrgico, de místico, de mágico: el ceramista imita el gesto divino de la tradición judeocristiana, y modela el barro para que hable, para que signifique; de algún modo le otorga un alma, aunque esta sea un alma tan mortal como la nuestra.