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Antología

El puñal marroquí, el combate contra lo irremisible

Portada de El puñal Marroquí, último libro de Ramiro Arias Barriga, publicado por Eskeletra, 2014. Imagen: Tribal - Alfredo Ruales
Portada de El puñal Marroquí, último libro de Ramiro Arias Barriga, publicado por Eskeletra, 2014. Imagen: Tribal - Alfredo Ruales
22 de diciembre de 2014 - 00:00 - Raúl Serrano Sánchez, Crítico, docente y editor

En El puñal marroquí (Eskeletra, 2014) Ramiro Arias ha reunido doce textos que pertenecen a los cuentarios que publicó en la década de los noventa: Un ángel entre los hombres (1993) y Lo inútil de la felicidad (1998). En los años ochenta dio a conocer su ópera prima: Ocultas bocas de fuego, un libro que, pese a la gracia y acierto de su título, ha preferido mantener a la sombra.

El criterio para armar esta selección no es otro que el de su predilección, como autor, por uno y otro cuento, un ejercicio que va definiendo, como ha sucedido con otros escritores, aquello que tiene que ver con el territorio de los afectos; una geografía que suele ser tan evanescente como profunda y vital.

Qué mueve —es la pregunta— a un autor, en un momento dado de su vida, a plantearse una empresa como esta. Aunque preferiría, para no estar en la onda del mundo capitalista, llamar aventura. La aventura de Ramiro Arias (Quito, 1954) se expresa, para quienes lo conocemos, en esta docena de cuentos con los que pretende cifrar o re-cifrar ese caos natural que, como Dios con el suyo, es la redoma en la que un autor se mueve como un pez que sospecha, a la vuelta de la tarde, que el agua se le está acabando de manera implacable.

Lo curioso e interesante de este tipo de antologías personales es que son parte de una especie de autorretrato que los autores levantan con el afán de encontrar esas claves que, una vez armadas, se percatan que son parte de la materia de la que están hechos los sueños, al igual que el acto de la escritura.

Por tanto, ese autorretrato se convierte, como en los cuadros de Francis Bacon, en una distorsión de la distorsión; en un teatro de sombras, un coro de voces que no encuentran sosiego para sus almas metálicas o de cal hasta cuando alguien o algo las pone a repetir esa danza en la que todo parecería ser parte de un rito demasiado antiguo, demasiado nuevo o moderno como para pretender creer que no tiene mucho de lo que, en términos de vida y anhelos insatisfechos, nos ha sido usurpado.

Estas reveladoras y sugestivas historias de Ramiro Arias, quien también tiene ya una larga trayectoria como editor, son parte de ese juego de distorsiones. Quizás el autor solo tenga una leve sospecha de que hay un orden sutil, a veces ilegible, que le ha sido dictado (aunque él querrá engañarse pensando que su razón se ha impuesto), por esas criaturas sinuosas que se mueven entre uno y otro texto y que quizás son las que, dentro de esa sinuosidad, nos dan las claves de un orbe que Ramiro ha construido con estas señales entrecruzadas en las que su condición de enfermo crónico de literatura se presenta como definitiva.

Las piezas del juego      

La antología se abre con el cuento ‘El sube y baja’, en el que están contenidas algunas de las claves del universo narrativo de Arias. Esto es, esa constante en lo cotidiano (una de las lecciones aprendidas del maestro Cortázar), la obsesión por desmontar la psiquis o su condición posmoderna de sujetos siempre en permanente resquebrajamiento, de personajes que entran y salen, a veces con una inocencia propia de los que saben que el cielo es un lugar improbable o con el desparpajo, el cinismo de los que se observan al margen de toda disculpa o perdón. Un texto que se mueve entre la tensión del personaje que se percibe vigilado y perseguido, por aquellos que la ciudad convierte en ángeles exterminadores o, sencillamente, en fantasmas que han hecho de la noche su caldo de perdición.

Parte de ese círculo violatorio de códices y toda normativa burguesa es ‘Que la suerte te acompañe’. Una desoladora mirada, un escarbar en el magma de quienes, por el descuadre de sus deseos y pasiones, tienen que moverse en el mar de sombras que el poder ha tejido, porque, pese a todas la promesas y supuestos logros de las legislaciones democráticas y posmodernas, aún siguen siendo los que mueren a puntapiés. La condición de lo prohibido o de lo reprobado, el poder se encargó de etiquetarlo como “desviado, vicioso, tabú o escabroso”. Eufemismos con los que reprimieron las otras elecciones sexuales, que por demasiado humanas les parecían no solo extrañas sino intolerables de aceptar.

Dentro de los homenajes y celebraciones que todo autor suele desplegar como parte de agradecimientos y admiraciones que no se pueden postergar está ‘Un ángel entre los hombres’. Aquí, Arias teje un juego particular que se propone como un palimpsesto, o lo que cierta crítica denomina “hacer literatura de la literatura”. A partir del apocalipsis que vive el protagonista de la historia, una reencarnación o resignificación de Johnny, el personaje del inmortal texto ‘El perseguidor’ de Julio Cortázar, y de la presencia del referente histórico y biográfico, el saxofonista Charlie Parker, no solo que reconstruye —desde el fuego devastado de ese paraíso artificial que fragua la droga—, sino que el autor reinventa los momentos de ese descenso o tránsito a una agonía en la que no sabemos quién persigue a quién (Paker a Johnny o este a Parker), o cuál de los dos resucita, quién hace de ese descenso no un acto condenatorio sino la revelación de la poesía que habita esas zonas sagradas por las que Dante supo instaurar sus visiones demoledoras.

Como parte de lo que Ricardo Piglia llama, al abordar el ejercicio de la reescritura de “viejas historias”, “una benévola utopía literaria”, los ajustes y actualizaciones que el autor ha introducido (tarea que siempre demanda ciertas cautelas respecto a la atmósferas y al trazado de los personajes en su versión original) en un cuento como ‘Puppy Love’, no terminan por ser convincentes ni adecuadas.

Batalla por librar

‘El rostro que nos merecemos’ es un canto a la ciudad de Quito y a sus reos y falseadores. Como bien anota el narrador en un pasaje que, a la vez, se convierte en una suerte de poética de lo omitido, en este como en otros textos de Arias:

En una historia existen muchos acontecimientos dispersos, por eso, resulta curioso cuando se presiente que en el transcurso de las próximas horas ellos tendrán que librar una batalla contra lo irremisible (p. 49).

Ese ‘ellos’ da cuenta de un puñado de personajes (Antonio, Beatriz, Leonardo y Marco) cuya condición social es reveladora del entramado complejo en el que se mueven.

Sucede que en este texto, incluido en una antología memorable —Te cuento Quito— que preparó la crítica Alicia Ortega Caicedo en 2012, la batalla que libran esas criaturas “contra lo irremisible” no es otra cosa que una suerte de tomografía de ese monstruo implacable que es la ciudad y que determina, incide, marca las formas posibles de la dicha y de la fatalidad de cada uno de estos personajes estratégicamente hilvanados por Arias.

Un texto muy querido por el autor (quienes hemos estado cerca de lo que ha sido su giro vital y de enfermo crónico de literatura lo sabemos) es ‘Marinero a la mar’, que en la década de los noventa mereciera un premio en un certamen nacional convocado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Tungurahua.

Lo que expande este cuento es la ceniza que quema, no solo por los voltajes de la pasión en la que se ha incinerado, sino por los grados de desolación en que se ha crucificado a “Lola, Margot, Marlene”, la mujer de tantos nombres que encarna en su inmaterialidad la muñeca que en el momento de los adioses se convierte en el cuerpo que reescribe la biografía del marinero que solo es, como reza el verso de un romance muy popular, “un barco fantasma que no puede anclar en puerto”.

De pronto, este es el texto más conmovedor, por tanto, el que nos vuelve a manchar la cara de vergüenza.

En su resonancia de significados y significantes está el cuento que da título al volumen, ‘El puñal marroquí’. Crónica sin anunciar de una muerte que es parte de una pesadilla que un migrante vive, en tanto aún quedan rescoldos de sensibilidad y humanidad bajo su pellejo, ante la condición displicente, que da cuenta de otro calibre humano, de quien se sabe parte de una comunidad (no es un exceso llamarla así), en la que el desplome del otro, en este caso de esa otra, es algo que forma parte de las gélidas estadísticas con la que se cierra el día. En ‘El puñal marroquí’, como sugiere Piglia en su teoría del cuento, no solo se nos participa de una historia, sino de esa segunda que expropia, en términos de sentido, lo que la primera pretende convertir en mención estelar.

Los encuentros y desencuentros de los amantes anónimos se escenifican en el intenso cuento ‘Lo inútil de la felicidad’. En tono evocador, el testimonio de lo que solo es posible que sobreviva en el relámpago de la memoria y del deseo, se da cuenta de la lúdica del erotismo que la pareja reinventa en un espacio donde cada quien llega para reconocerse en ese juego en el que todo está signado por las revelaciones que el placer suscita, en tanto y en cuanto cada cuerpo es parte de esas soledades que se complementan de manera impostergable y mortal.  

Las elecciones afectivas              

Este inventario personal que se respalda en la idea de que, supuestamente, no es arbitrario, cuando lo es, pues partimos de las elecciones afectivas del autor convertido en antologador, se cierra con el cuento ‘Los carnavales de nuestra señora’.

En este relato, Arias ensaya un registro que le es muy grato: la construcción de un mundo que pende entre la desazón de la locura y la idea de lo real, que a su vez interfiere la cotidianeidad de los personajes, a tal grado que luego de haber vivido y atravesado por la pesadilla en la que cayeron sin haber sido invitados, en un momento dado no saben, no tienen claro ni buscan que alguien les explique si todo lo que han padecido fue parte o no de una experiencia de vida, o en verdad todo les ocurrió en una dimensión, en un territorio del que no tienen las claves para tratar de demostrar que es posible.

La verdad factible (que es la riqueza del texto y su tramado) surge desde los intersticios de lo improbable, porque la ambigüedad de su final es parte de ese desconcierto que la ficción siempre nos propone como trampa; esa trampa que los enfermos de literatura suelen sortear “viviendo sin vivir”.

Esto es un volver a contar esas historia que, como dijo Rulfo mientras su tío lo acompañaba, a él lo tenía cautivo de sus demonios, después, pasó a ser un fantasma que olvidó. Así pasó con Mía —el desolador personaje de Galo Galarza en La dama es una trampa— que olvidó qué trenes llevan a Calceta, por tanto a esos lugares que la memoria se niega a convertir en algo parecido al olvido.

Finale

Esperemos, es el maligno deseo de quienes hemos compartido con Ramiro Arias algunas noches de tragos cortos y algunas vueltas con tantos sueños a los que a veces les hemos perdido los pasos, que pronto vuelva a contarnos otras historias, tan propias, secretas y alucinantes como las que integran esta muestra personal de El puñal marroquí, en las que subyacen los indicios, los restos y gestos de unos mundos de los que él ha sabido sacarles provecho por partida doble.

Esperemos que así sea por el bien de su causa y la de todos a quienes siempre nos ha contagiado con su condición de enfermo crónico de literatura.

El autor Ramiro Arias Barriga, antes de la presentación de El puñal marroquí, en este diciembre. Foto: Eskéletra

Que la suerte te acompañe (fragmento)

Escucha tacones en un incesante ir y venir por el corredor. Se detienen justo en su puerta. Luego de unos segundos se alejan hacia el fondo como si su propósito fuera atemorizarlo. Fija la atención en aquel cuadro amarillento: la gorda deforme arrimada a una silla destartalada, su codo inmenso sobre una mesa mugrienta con una botella y dos vasos, parece no dejar de mirarlo con una sonrisa cínica y unos ojos perversos que lo observan todo. La única ventana que da a un caserío miserable es pequeña y está atascada. Un perro ladra como si su pescuezo estuviera atrapado entre las rejas de una puerta. Va por el cuarto cigarrillo inconcluso y una calentura ambigua, de antaño, casi olvidada, empieza a mortificarlo.

¡Pocilga maldita!, impreca al ver una araña sub ir por la pared.

Se pone las pantuflas y va a sentarse en la silla. Apoya las dos manos en sus rodillas, sobre la pequeña mesa vetusta. Repasa su mano por la quijada, la cabeza, queriendo recordar algo que la lucidez y el letargo no le permiten. Busca convencerse de algo indefinido que le perturba. “Todo es increíble, tan vagamente irreal, tal vez sean las variaciones lunares, pero hay algo que no encaja, ¿desde cuándo todo es una sospecha?”. Observa las dos camas gemelas, en ellas deben haber dormido asesinos, amantes, suicidas. En luna llena se sueña despierto, piensa. Encontrar alguna mancha en las sábanas mal lavadas y manoseadas aumentaría su irritación, mejor no pensar en que tiene que reposar su cabeza en esa almohada de forro percudido. Sabe de sus insólitos temores que bullen en lo más oscuro de su alma, su súbito detalle y todo se desencadenaría fatalmente y su fragilidad no resistiría la hecatombe.

¡Pueblo de mierda!, exclama al mirar por la ventana con ganas de que alguien lo escuche o que su grito modifique el curso de los acontecimientos.

Se detesta por no saber enfrentar esa ambigüedad con la cual riñe constantemente. ¿Realmente le importaba que ella estuviese viéndose con alguien? ¿Hasta qué punto necesitaba de Giovanny para sentirse respaldado? Cierto es que en muchos problemas, desde hace años, fueron el uno para el otro. Su amistad pasó por innumerables pruebas, pero últimamente, de acuerdo con ciertos sucesos, sabía que se estaba creando falsas expectativas y eso, a más de saber que se mentía, lo atormentaba.

El foco amarillento sobre el cual revoloteaban unas moscas ruidosas aumentaba el suspenso. Lo aturdía confirmar que allá abajo, en la apenas alumbrada recepción, se encontraba esa vieja desdentada y cascarrabias que ni siquiera tuvo el comedimiento de subir a mostrarle su habitación. La mujer parecía sobreviviente de una ciudad después de un bombardeo; tenía los párpados inflamados como si le faltara dormir y apenas se fijaba en el rostro de los huéspedes. Detrás de esa pequeña ventana de madera, desde la cual atendía, solo se podrán ver sus manos y parte de sus brazos como si tuviera un cáncer a la piel. Debía seguir acariciando el gato sobre sus rodillas y bebiendo la leche de aquel viejo jarro, sin importarle las cosas que sucedían acá arriba. Levanta el auricular: muerto. Bajar, cuatro pisos hasta la planta baja para pedir un café o una bebida resultaba excesivo; podría tropezar en las gradas estrechas sin iluminación y lisiarse el pie, o lastimarse la cara, lo que le haría perder del aire fresco y lozano que necesitaba para cerrar sus ventas a la mañana siguiente.

A pesar de las múltiples actividades programadas, los encuentros entre Giovanny y sus amigos que se prolongarían hasta la madrugada, en cierto modo le satisfacía. Pocas veces lo vio desahogarse tan a sus anchas, pero ese algo le incomodaba y le tenía irascible en medio de una carga de vagos presentimientos. Quiso mostrar delicadeza, por eso fue el primero en despedirse. ¿Hizo bien? Comenzaba a arrepentirse por no haberse quedado junto a él porque era lo mínimo que podía hacer. Quizá lo hubiera necesitado.

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