Vayaselaver
¡Qué buen plan!
La cartelera teatral guayaquileña tiene un buen plan: convocar a la puesta en escena de El Plan, obra de Ignasi Vidal, a los actores Víctor Arauz, Ricardo Velástegui y Alejandro Fajardo, bajo la dirección de Montse Serra, con temporada programada en la Casa Cino Fabiani, locación por demás acogedora y totalmente propicia para exhibir un trabajo que apuesta por el naturalismo en espacios no convencionales. Los espectadores se distribuyen en una sala social flanqueada por sillones, sillas, lámparas, mesa central y un clásico bargueño. La descripción corresponde al conjunto escenográfico que se funde con la platea para dar inicio al espectáculo.
Primera sorpresa, la obra empieza frenética y no se detiene sino hasta el final, sumergiéndonos en un vórtice de energía que hasta podría ser desbordante pero se justifica plenamente a medida que se desarrollan los acontecimientos. En el argumento, el día comienza con el encuentro de tres amigos a quienes rápidamente se los reconoce como suscitadores de un plan que no se conoce, y luego no será trascendente saber. Ellos, exponentes cada uno de una personalidad fuerte, esperan estar juntos, pero diferentes sucesos se los impiden, y en esa disolución involuntaria de lo planeado aparecen contradicciones, desavenencias, pasiones, enfrentamientos, inculpaciones, perdones, y un final no planificado.
No hay metalenguajes, nada es simbólico. Es incuestionable que la puesta en escena aboga por el naturalismo, y es una de las primeras inquisiciones que abre el diálogo con el elenco, a lo que Arauz comenta: «Me movilizó mucho el tema de la familia y los fracasos, he pensado en cómo los sucesos desagradables de la vida te pueden cambiar el destino», y ese comentario me lleva a opinarles el sentimiento que tuve de una triada de fuerzas equivalentes a «padre – madre – hijo» en los personajes de Ramón (Fajardo) –Paco (Velástegui) – Andrade (Arauz). Ignasi advierte que no fue de su interés plantear las relaciones a través de esa analogía, pero que no deja de ser curioso, y que en lo que sí pensó es que sea una suerte de homenaje a la amistad.
Tal homenaje se cumple, y, a mi percepción, se extiende fuera del escenario y del ámbito laboral; risas, bromas, halagos y chascarrillos nos llevan a la declaración de la directora: «Sí, me costó mucho entender las tensiones de la obra y a los actores/personajes, no obstante la generosidad de ellos como artistas fue grande; pero en cuanto entendí todo empezó a fluir favorablemente». La energía y la entrega de este tipo de puestas en escena exigen, al no ser un grupo teatral, un nivel de sinceridad y respeto que se siente en este proyecto escénico.
Pero, ¿con qué elementos se construye el andamiaje del psicologismo donde transitan los personajes? En el texto y en el ritmo. No dudo en preguntarle a Vidal si el texto aparece jalonado por los actores en los ensayos, o… «No, —me interrumpe ágilmente—. El texto es completamente de autor, los parlamentos los he imaginado yo frente al ordenador, y luego los elencos lo han apropiado muy bien»; él refiere a «los elencos» puesto que El Plan se estrenó en Madrid, y el montaje de Guayaquil es el inaugural para Latinoamérica.
Su comentario me lleva a otra inquietud: «¿Algún dramaturgo te influencia?». Responde casi sin pensarlo: Chejov y su realismo dramatúrgico; también Mamet y Buero Vallejo. Todo empieza a encajar y volvemos al armado de la obra, puntualmente al tema del ritmo —acierto indiscutible—, del que todos coinciden en que corrían en los ensayos y se dejaban llevar por la energía de las escenas y sus improvisaciones indagatorias, entonces Montse los observaba y, en el punto en el que la obra pudiera correr el riesgo de desbordarse, les advertía dónde detenerse y retomar. Es que el compromiso con el montaje ha sido tal que, en algún momento de su desarrollo, fue necesario contar con la asesoría profesional de un psicólogo para ahondar en el entendimiento de los personajes desde un enfoque más científico y menos empírico.
A estas alturas la conversación ha ganado tal intensidad que todos hablamos de todo, y todos nos escuchamos, como si fuéramos personajes apócrifos de la obra. Entonces Michelle Prendes le plantea a Ignasi una pregunta que nos deja en expectativa: «¿Tu obra es una consecuencia de la crisis que le tocó vivir a España?». Vidal responde: «No, escribí la obra en 2006, pero se estrenó algún tiempo después, con una actualidad sorprendente, además de una comicidad de la que no tuve intención, y que, tal como apostilla Ramón Barranco, ‘suele ser una reacción de nerviosa identidad de parte de los espectadores’».
No asistimos a una obra de género dramático, en su más fiel acepción; tampoco es una comedia ligera, ¿qué es?, ¿acaso lo que las dramaturgias emergentes han empezado a experimentar?, ¿es un hiperrealismo que intenta liberar la escena de toda teatralidad para poblarla de la mayor verosimilitud, incluso amenazando las distancias físicas y emocionales con las que el teatro siempre se ha relacionado con su público y que lo conduce a la tan famosa catarsis, gracias a la cual el espectador expía su culpa endosándosela completamente a los protagonistas? Si es así, enhorabuena que tal experimento esté llegando a nuestras latitudes, en las que ya ha habido registros significantes, sobre todo en la dramaturgia argentina con exponentes como Daniel Veronese en Mujeres soñaron caballos, o Claudio Tolcachir y su obra laureada Omisión de la Familia Colemán, además de Kartún o Tantanián.
No es un teatro político, ni siquiera una obra con pretensiones de transformación social, sin embargo tampoco puede desentenderse de provocarnos una injerencia en emociones y sensaciones que vivimos a diario como seres cotidianos, lo que nos lleva a tomar partido de uno u otro modo en el discurrir de la vida propia y las ajenas.
Aquí cabe traer a este foro una valoración de la obra hecha por el crítico español Julio Bravo: «Ignasi Vidal nos propone una historia de nuestros días. El teatro pierde su razón de ser cuando olvida el compromiso con la sociedad que lo envuelve, o deja de lado los aspectos fundamentales de la existencia humana. El Plan participa de ese compromiso».
Por lo demás, una cuidadosa manipulación de los efectos sonoros que, casi ininteligibles, crean un discurso paralelo del que el espectador pasa desapercibido, pero que son necesarios para anecdotizar los conflictos; estos se recrean en las llamadas telefónicas (que se escuchan desde los aparatos y no son grabadas en banda sonora), o en la televisión, con tal precisión que se celebra el servicio de la tecnología en favor de la escena.
La iluminación es una sola, la del propio ambiente de la casa-teatro, apoyada por un discreto par 38 que, en tono rojo naranja, baña en contraluz el fondo de la escena. Esto ayuda al cierre del espectáculo cuando Andrade apaga una por una las lámparas incidentales, y la sala se llena del silencio y oscuridad que invita al aplauso cerrado.
Junte usted a un grupo de buenos amigos, a sus compañeros de oficina, o a la familia y propóngales El Plan. ¡Váyasela a ver! Seguramente luego de esta experiencia conversarán mucho y así se irá consolidando el desarrollo de públicos y la diversidad de espectáculos que a la postre construirán un identitario movimiento teatral guayaquileño. ¿No es un buen plan?