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Grito de mujer que grita
En Guayaquil, el paisaje escénico ha sido poblado muchas veces por obras protagonizadas por mujeres, algunas con marcado corte feminista. Hablamos ahora de dos producciones unipersonales: Bruta, de Carolina Piechenstein, y Au-yo, de Luciana Grassi, para poner en la palestra algunos enfoques recogidos del escenario.
Voy a «bienservirme» de algunas coincidencias para ensayar lecturas técnicas y temáticas. ¿Es la «mujerez» un pecado penitente? Las mujeres en escena suelen llenar sus teatralidades desde la condición social que creen sufrir. Mientras escribo estos párrafos, se me ha fruncido el ceño por una reminiscente amargura, y es que, a juzgar por lo visto, la elección es ser primero mujer antes que actriz, lo que no sería nada cuestionable si no fuera porque lo que se vislumbra es una aridez de creatividad que reduce la escena y sus conjuntos a una suerte de espacio-tiempo terapéutico disfrazado de meras teatralidades encajadas con fórceps.
Es inevitable escuchar que las temáticas recurrentes de mujeres en escena tienen que ver con relaciones de pareja: abandono, separación, violencia, infidelidad, reclamos... un variopinto listado de quejas y, bueno, donde hay quejas hay sufrimiento, o al menos hay dolor. Comienzan las interrogantes: ¿Son estas miradas feministas o antimasculinas?
Bruta
(Escrita, actuada, producida y dirigida por Carolina Piechenstein)
Bruta narra la historia de una mujer a la que el novio «le ha cortado», y desde la intimidad de su habitación ensaya una diatriba de desamor con la que procura liberar su pena, lo que la termina postulando a la categoría de bruta. Continúan mis inquietudes: ¿el novio le ha cortado? Entiendo el término de uso coloquial, pero ¿no es esta una postura flagelante? Algo así como (salvando lo herético del símil): «Padre, ¿por qué me has abandonado?».
¿Qué lenguajes elige Carolina para contar la trama? El espacio escénico y el espacio argumental son tratados con desenfado, sin otra pretensión que su geometría regular. Los objetos, cotidianos: un colchón, una mesita, un espejo. Llaman la atención dos elementos. En el plano narrativo dramatúrgico, la figura recurrente de un pollo, un ave, imagen que se impone como metonimia de «mujer/comida» (en el foro posterior a la obra, un asistente lo plantea así), o como metáfora de «mujer/sacrificada para ser consumida».
La idea —que tiene potencia— se diluye en la falta de tratamiento teatral. El otro elemento es un video proyectado al fondo, en siete fragmentos, que otro asistente asocia con los siete momentos del duelo. Pero lo más inmediato que evidencia es la función de recurso distractor mientras hay cambio de vestuario. ¿Qué sucede con el montaje? Adolece de autodirección. Es tan difícil verse sin hacerse concesiones. Desdoblarse, objetivarse, aprovecharse. Sacarse el mejor partido. Porque en el purgatorio teatral, el esfuerzo y los sacrificios no son directamente proporcionales a los resultados obtenidos.
La estridencia, la monotonía vocal, el desgarro emocional no garantizan las poéticas de los contenidos. La actriz tiene recursos valiosos y una línea de pensamiento lo suficientemente contestataria como para abordar cualquier tema, lo que necesita es circunscribirse a sus fortalezas, que para el caso de Bruta es lo actoral. La obra moviliza opiniones y reflexiones, pero todo esto aparece más por lo polémico del tema antes que por lo que sus componentes teatrales puedan brindar. Es una elección… no solo del espectador, también de la realizadora.
Au-yo
(Escrita, actuada, producida y dirigida por Luciana Grassi)
Luciana entra al escenario con energía desbordante y quiere transmitirla al público. Para ello, en todo el montaje invita a la audiencia a participar en varias dinámicas. Mientras, me pregunto: ¿es esto un ritual?, ¿una rutina de stand-up comedy?, ¿un monólogo de humor?, ¿ha inventado la actriz el teatro de autoayuda? Y sin esclarecerme mucho llego a un ejercicio en el que nos pide que escribamos cualquier cosa que sintamos, y yo garabateo: «¿Cuánta mentira hay que sembrar para cosechar un brote de autenticidad?». ¡De dónde salió eso! ¿Ha funcionado la terapia o es la simple observación del suceso escénico?
En Au-yo, una joven recorre su devenir como niña, púber, mujer, y descubre que en cada etapa ha debido mutar a «mujer/perra», «mujer/loba», para poder lanzar sus aullidos de reclamo. ¿Cómo se cuenta Au-yo? El espacio se llena discretamente de objetos que se aglutinan en torno a lo holístico. No es un altar, pero parece. El vestuario es light, neohippie, vintage, acuariano... Y estas lecturas me aventuran a otra sospecha: la protagonista ha elaborado un hecho escénico para satisfacer a todo el mundo, y para ello se ha valido de una defensa de lo «femenino» que a veces se vuelve un manifiesto «antimasculino», lo que es más efectista aún. Una heroína mezclada a manera de cóctel preparado con Janis Joplin, Jane Fonda, Lupita D’Alessio, Paquita la del Barrio y decorada con sombrillita ‘yokoonesca’. ¿Hay falta de honestidad? No. ¿Falta de tema? Tampoco. Todo ello viene bien, lo que no aparece es el lenguaje. Aunque se ha elegido al teatro, el teatro no ha elegido el montaje.
No acostumbro sugerir cómo hacer las cosas, pero aquí habría experiencias asombrosamente teatrales si se arriesgara más: si se sacrificara la euforia por la incertidumbre, si se transgrediera desde la palabra, la imagen, los silencios, los acompañamientos, en suma, desde las poéticas. El grito es solo un rótulo del dolor. No es el dolor.
Simone de Beauvoir dijo, desde su emblemático feminismo: «Una no nace mujer, una se convierte en una». Las dos obras que comento tienen como dínamo a dos valiosísimas exponentes de la joven escena guayaquileña. Tan inteligentes y sensibles como para continuar la exploración en teorías, técnicas, experiencias, experticias, con temor a equivocarse, pues los ríos siempre serán correntosos y habrá que mojarse las sayas para mirar desde otras orillas, esas en que una mujer grita porque es libre, no oprimida.