De la ciudad a la comunidad: "la identidad no es una camisa de fuerza"
Nadie elige dónde nacer. Esa apuesta —siempre que se pueda elegir— la hacen nuestros padres. Y el lugar donde abrimos los ojos, damos los primeros pasos y aprendemos a comunicarnos, nos impregna de forma constituyente. El documental Huahua (2017), parte de la programación del Festival Encuentros de Otro Cine (EDOC), se centra en la relación de Joshi Espinosa y Citlalli Andrango, ambos ligados al mundo quichua de Imbabura, pero que también, por uno u otro motivo, tienen un pie afuera.
La historia arranca cuando se enteran de que Citlalli está embarazada, lo que les obliga a tomar una decisión trascendental, es decir, considerar dónde deberían criar a su hijo: en Quito o en la comunidad, con todo lo que esto significa. Si bien de Quito a Imbabura no hay una gran distancia en kilómetros, el paso de uno a otro mundo implica, como se aprecia en el documental, un gran salto.
Joshi y Citlalli no solo son los protagonistas de Huahua, sino también quienes lideraron el proyecto tras las cámaras: comparten la autoría del guion y asumieron la dirección y producción, respectivamente. Fue suya la decisión de colocarse a sí mismos delante de la cámara para ser entrevistados por un personaje innombrado, cuyo rol es indagar por su origen y sus sentimientos a lo largo de la película. Los 70 minutos del largometraje dejan varias preguntas acerca de las identidades de sus protagonistas. Es por ello que, en este artículo, he decidido colocarme en el lugar del entrevistador fantasma e indagar en la complejidad —entre marginación e idealización— de ser quichua.
Joshi se crió en Otavalo y lleva una trenza desde que era niño, como su padre y su abuelo. Allí veía desde primera fila cómo la gente festejaba el Inti Raymi, sin poder tomar parte en la fiesta, porque sus padres son cristianos. Comía los granos que cultivaba su familia y era parte de los rituales funerarios que se celebraban en comunidad. «Son aspectos que uno pensaría que no son importantes, pero que sí pesan finalmente en la formación de una persona», aclara Joshi.
«Yo estudié en un colegio particular en Ibarra donde era el único chico indígena. Y claro, era un choque fuerte, me peleaba casi todos los días. Yo no quería regresar al colegio, pero mi papá me insistía». Al acabar la secundaria, su padre le ofreció la oportunidad de vivir en Estados Unidos. «Cuando salí del país adquirí una perspectiva diferente. Me di cuenta de que ser indígena no era malo, sino que la gente tiene una idea equivocada de lo que nosotros somos».
En otros países valoraban su herencia cultural, incluso le hacían comentarios positivos respecto a su color de piel. Cuando regresó a Ecuador y fue a vivir a Quito, luego de ahorrar para estudiar cine, fue parte de un entorno artístico en el que no hay tantos prejuicios. Sin embargo, está consciente de que ese es un caso minoritario en Ecuador y que hay todavía muchos espacios hostiles en la ciudad para un quichua, lo que se evidencia cuando hay una pelea, por ejemplo: cuando te insultan, por ejemplo, entre las cosas que te dicen surge la palabra «indio». Esa palabra tiene una carga que da cuenta de lo que la gente piensa.
Citlalli nació y creció en Turucu-Eloy Alfaro, comunidad indígena de Cotacachi. Su madre es mexicana, lo que marcó su niñez por estar en un limbo entre lo indígena y lo mestizo. En su casa nunca se habló quichua, por ejemplo, idioma que su mamá no conoce, pero sí le enseñó cómo vestir el anaco y le transmitió ese conocimiento a su hija. «En mi comunidad siempre hubo movimiento», recuerda Citlalli, quien explica que si bien la migración ha sido una constante, los tiempos han cambiado. Antes, los padres de los niños viajaban para trabajar en la ciudad, como obreros, por ejemplo, pero ahora quienes salen son los jóvenes para ir a estudiar.
Su experiencia de la ciudad está marcada por su doble condición de mujer e indígena. «Cuando vives en Quito, es inevitable que la gente note tu presencia, y a veces nos hacen sentir en determinados lugares como si nosotros estuviéramos invadiendo un espacio que no nos pertenece». Esa sensación de que los indígenas «invaden» la ciudad Citlalli también la ha sentido en determinados momentos de agitación social: «Cuando hay manifestaciones, por ejemplo, hay ese miedo latente de que nosotros estamos invadiendo y escuchas comentarios de ese tipo».
De todas maneras, afirma, la situación está cambiando, y lo ejemplifica con una experiencia reciente:
Tengo una hermana de 24 años. Ella es parte de un grupo de música y danza y recién se fueron a un pueblito en Imbabura. Allí una señora les hizo un comentario discriminatorio. Mi hermana no podía creer que le hayan dicho una grosería de ese tipo, pero en cambio para nosotros eso era muy común. Sí creo que con el tiempo las cosas van cambiando, pero aún no estamos en un punto ideal.
Del otro lado de la marginación está el tema de la cuota política. Joshi y Citlalli están de acuerdo en que es una medida necesaria. «No voy a hablar de una deuda histórica de la que siempre hablan los políticos, sino que en realidad necesitamos ocupar esos espacios en donde no hemos estado», afirma Joshi, quien además considera que si algún indígena ha llegado a una posición de poder, ha sido con mucho esfuerzo, cosa que antes, por más talento o ganas, era imposible.
Por otro lado, Citlalli tampoco quiere ser encasillada: «No queremos que se juzgue nuestro trabajo como una película indígena, sino como una película a secas. Que si nos felicitan sea porque de verdad la disfrutaron. No queremos que se caiga en paternalismos, hacer una categoría que sea exclusivamente de cine indígena». Eso implica la libertad de hacer una película de zombis, si es que se les ocurre. De igual manera, preferiría que en las producciones no se considere a alguien indígena solo para un rol estereotipado: «Yo, por ejemplo, he participado en algunos proyectos como actriz, y el papel que siempre está reservado para mí es el de empleada doméstica. Yo ya no quiero actuar en eso», explica Citlalli.
«La identidad no es una camisa de fuerza, sino todo lo que hace parte de tu vida, tu aprendizaje», dice la productora de Huahua. Y como a la identidad también se la construye en relación al otro, durante el largometraje los protagonistas dialogan con sus padres, con sus cercanos, y con sus contemporáneos. Los cineastas nos brindan una ojeada del laboratorio de identidades que es actualmente Imbabura, como explica Joshi: «Nosotros en Otavalo seguimos siendo migrantes, y eso define un montón de cosas.
Es muy interesante ver en febrero, durante las fiestas, cuando toda la gente que está afuera, en Colombia, Chile, Estados Unidos, Japón, regresa. Tú ves unas modas de la gente muy particulares, es decir, cómo ellos han adaptado lo tradicional al lugar donde viven ahora».
Otra arista en relación al mundo indígena tiene que ver con la folclorización, y eso es algo de lo que estos jóvenes creadores intentan huir. «Creo que vender el Inti Raymi como algo turístico puede ser una bomba de tiempo, porque en algún momento se va perdiendo el sentido de la celebración y se transforma en algo comercial», advierte Citlalli. Joshi, por su lado, está consciente de que muchas personas «viven de vender su identidad», y por eso elaboran discursos que incluso pueden rozar lo fantasioso.
Con la intención de evitar la réplica de estos patrones, los documentalistas decidieron mostrarse tal como son, vistiendo como lo hacen en la vida diaria, alternando elementos de la comunidad con los de la ciudad. Mi pregunta sobre lo folclórico surgió porque dentro del largometraje aparecen imágenes de este tipo, como una escena que muestra a una otavaleña tocando el arpa y otra en la que un chico persigue a una chica, una forma de conquista tradicional de los quichua de Imbabura. Al respecto, Joshi me comentó que esas escenas provienen de videoclips que él realizó para grupos musicales. «Siempre depende de lo que el cliente necesite. Como su música implica una indagación en lo tradicional, así mismo ellos querían mostrarse ante las cámaras».
Joshi admite que al inicio de su carrera cinematográfica, él replicó de manera inconsciente esa visión idealizada del mundo indígena:
Tuve un profesor (Alex Schlenker) que me mandó a hacer un paper en el que tenía que explicar por qué «disfracé» a mis personajes con vestimenta tradicional y, claro, me di cuenta de que yo mismo estaba construyendo una imagen del quichua que no correspondía con la realidad. Ese ejercicio me sirvió para reflexionar en futuros trabajos sobre ese aspecto.
Si bien hay personas que encuentran en las tradiciones antiguas un lugar para preguntarse quiénes son, otros quieren adaptar el pasado al presente. Tal es el caso de los Runátikos, una agrupación musical que también aparece en el documental, y que le responde a esa idea de que las chicas que salen con anaco en sus videos no deberían hacer twerking ni nada por el estilo: «Hay que romper las reglas... Todo evoluciona». Las identidades no son estáticas, son un fluir personal que se desenvuelve en diálogo con los otros. Eso es lo que nos intenta decir Huahua. (I)
Citlalli Andrango y Joshi Espinosa ganaron el premio «panorama» del público ecuatoriano en el festival La Orquídea de Cuenca de 2017, en el que se estrenó. Foto: Fotograma / Huahua
ADICIONAL
Grafía
Escribir Huahua y no Guagua o Wawa fue una opción meditada. Joshi Espinosa comenta que, antes del proceso de unificación de escritura del quichua, de esa forma escribían los runas la palabra.
Fondos
Para la realización de Huahua, Joshi Espinosa y Citlalli Andrango aplicaron originalmente en la categoría de proyectos comunitarios organizado por el Consejo Nacional de Cine, con el fin de rodar un cortometraje. En el camino, tomaron la decisión de hacer un largometraje, aunque para ello tuvieran que invertir sus propios ahorros y endeudarse con el objetivo de sacar adelante el proyecto.
Última proyección
El estreno de Huahua se realizó el sábado 12 de mayo en el marco del Festival Encuentros del Otro Cine (EDOC). La última proyección, dentro del mismo festival, se realizará al aire libre mañana (sábado 19 de mayo) a las 16:00, en Cumandá Parque Urbano. (I)