Seis días de la semana a merced de los casinos
“¿Carta, señor?”. La pregunta es un dardo en la mente de José Enrique (pide omitir su apellido), un joven de 26 de años, que -sentado frente al croupier de la mesa de blakcjak- debe decidir si pide otro naipe para sumar 21 o por lo menos acercárse a ese número. Si la suerte está de su lado podrá recuperar una parte de los 30 dólares que ha perdido en la última hora, caso contrario tendrá que pensar en una forma de regresar a su trabajo. Son las 10:10 de un día laborable en Guayaquil y la fortuna le da la espalda a este tahúr.
Las pérdidas llegan ahora a los 35 dólares. La amargura en el rostro de José es notoria, pero asegura que no es algo nuevo. Es más -y lo dice con más disgusto aún-, es una sensación que la vive seis días a la semana cuando recorre, de lunes a sábado, los hoteles cinco estrellas de la ciudad, pero también cuando visita las salas de juegos, no tan fastuosas, del centro porteño.
Entre las anécdotas de sus noches de juego resalta una en la que perdió 150 dólares. “Fue una noche terrible. Primero intenté en la ruleta, luego con el blackjack y hasta las tragamonedas estaba chuecas ese día”, comenta el jugador.
“Me resulta irresistible. El ambiente que te vende un casino o una sala de juego es llamativo (...) Soy vicioso para eso”, confiesa José, hombre de clase media que vive al norte de Guayaquil.
El término “vive” le resulta algo raro a José, porque reconoce que casi no pasa tiempo en su hogar debido a su afición por el mundo de los juegos de azar. Su relación con sus padres ha empeorado desde que se enteraron que lleva cerca de cinco años recorriendo los casinos y desde que se percataron que sus cuentas de ahorro cada vez son más frágiles producto de su ludopatía.
Su caminar se torna lento debido a la atracción que le provoca el incesante sonido de las tragamonedas. Disimuladamente revisa sus bolsillos para ver si tiene dinero para probar suerte; pero, a los pocos segundos, se percata que no tiene ni para regresar a su oficina.
“Lo más difícil es perder a tus amistades regulares. Con el tiempo solo empiezas a frecuentar a personas que también recorren los casinos. Son más ‘ratas’ que uno”, admite como una forma de encubrir la vergüenza que le viene de admitir su vicio.
José relata que ahora su círculo de amistades se ha reducido a otros jóvenes que les atraen los juegos de azar.
Comenta que cuando él o sus conocidos “están cortos de efectivo”, se limitan a autoconvocarse en la casa de alguno de ellos, alistan una mesa, recogen unas fichas -que a veces pueden ser tapas de cervezas o hasta frijoles-, sacan los naipes y “la noche está armada”. “A veces también nos reunimos para jugar poker. Debido a que no tenemos plata, lo que apostamos son tapas de colas o cervezas, o lo que sea. El objetivo es jugar”, indica.
Ya hace meses que no ve a su grupo de amigos de la universidad o del colegio, con quienes solía salir por lo menos tres veces a la semana. Su pareja le tolera las noctámbulas reuniones que realiza, aunque confiesa que tiene que esconderle sus “escapadas” a los casinos. “Qué no me he inventado. Por eso voy en horarios de oficina para que no se dé cuenta”, narra José mientras sigue anonadado por la suerte que está teniendo un asiático en la ruleta dos del casino. “Este chino de m... lleva casi mil dólares de ganancia”, dice con una rabia que surge de la nada y que lo ofusca.
Sin que se notara, ha pasado más de una hora desde que José apostó su último dólar, pero se niega, casi inconscientemente, a retirarse de la sala. Como si fuera un niño se queda perplejo por el bamboleo de la pelota de la ruleta, por los hipnotizantes sonidos y luces de las tragamonedas, por la cantidad de dinero que se apuesta en las mesas de blackjack.
Mira su reloj y se da cuenta de que tiene que regresar al trabajo. Se despide, pero no sin antes pedir “unos veinticinco centavos para la buseta ”.