Los empleados de casinos inician su última partida
El pasado 7 de mayo, 3,9 millones de ecuatorianos (47,7% de los votantes) se pronunciaron a favor de que en el país se prohíban los negocios dedicados a los juegos de azar, como casinos y salas de juego, decisión que pone en riesgo el empleo de 2.000 personas, según registros oficiales.
Para reducir el impacto, el Gobierno se comprometió a reubicarlos en otros sectores, principalmente el turístico. Además, puso a disposición de los trabajadores que deseen emprender su propio negocio, un línea de créditos productivos.
La propuesta no convence a los colaboradores, que en algunos casos llevan más de 15 años en el negocio de las apuestas. Paco Noboa (46 años), por ejemplo, ha sido durante seis años gerente de operaciones del casino Plaza, en Quito.
En 1996 decidió abandonar su natal Riobamba (Chimborazo) para buscar nuevas oportunidades en la capital, con un título de tecnólogo químico que no logró ejercer.
Ante la necesidad económica aceptó empezar como crupier (empleado que dirige el juego) del casino y desde entonces es su pasión. Actualmente gana cerca de 1.200 dólares y tiene estabilidad laboral.
En el casino Plaza trabajan 140 crupiers y otras 100 personas se dedican a las tareas administrativas, limpieza y seguridad. De los consultados, todos dijeron que prefieren obviar los noticieros porque les inquieta saber que podrían perder sus empleos, pero que en su corazón confían en que las autoridades establezcan más regulaciones y desistan del cierre definitivo.
En un extremo de la sala está Santiago Andrade, limpiando tableros y recogiendo ceniceros. Su carisma le permite dialogar con los clientes y a más de uno le saca una sonrisa cuando les asegura que será su día de suerte.
Años atrás dejó la universidad, mientras cursaba el segundo año de Educación Física. Ahora asegura estar feliz en su trabajo y palidece cuando se le pregunta si tiene otra opción de empleo para cuando el casino se cierre. “No, eso no va a pasar. Mi jefe me dice que estemos tranquilos y yo estoy seguro de que eso no va a pasar”, expresa.
Del otro lado del tablero está Sergio Barahona (32 años), uno de los crupier. Luciendo un traje impecable y camisa de manga corta demuestra su destreza con los naipes. “Hace un año, cuando dejé mi hoja de vida aquí, era la primera vez que entraba a un casino. No sabía nada de juegos, pero fue el único sitio que me abrió las puertas cuando lo necesité”, recuerda el hombre, que pronto será padre y teme por la estabilidad de su familia.
Él estudió Electricidad y Mecánica Industrial en el bachillerato, pero la mayor parte de su vida trabajó como dependiente de almacén. Fue en un momento de crisis que aceptó trabajar en el casino, cuyo único requisito era ser ágil de mente.
Ante la posibilidad de quedarse sin empleo, asegura no confiar en la oferta de créditos del Gobierno y considera como su única opción salir a golpear puertas en todas partes.
Noboa sostiene que un crupier gana, en promedio, 500 dólares mensuales y asegura que muchos universitarios aprovechan el empleo por la facilidad de horarios. Pero en su caso, como jefe de hogar y un crédito hipotecario pendiente, teme por su estabilidad económica y cree que a su edad será difícil encontrar un empleo acorde a sus habilidades.
En Cashville reina la duda
La tarde muere en Guayaquil, pero el calor no da tregua. Es uno de esos días en que los transeúntes se sienten pegajosos y prefieren evitar las miradas de quien viene de frente. Caminan a mayor prisa para llegar rápido a casa... En fin, disgusto total.
En las calles Lorenzo de Garaycoa y 9 de Octubre, corazón palpitante de la urbe, el trajín es aún mayor, pero uno que otro, a pesar de su aspecto desazonado, se desvía hacia una pequeña puerta de vidrios ahumados, custodiada por un rollizo guardia de seguridad.
Luego del protocolo de ley -revisión de documentos personales y el recorrido del detector de metales por zonas del cuerpo que abochornarían a cualquiera- se descubre un mundo con olor a cigarrillo, lúgubre, pero inundado de sonidos que envuelven a cualquier primerizo.
Son las 18:00 y la sala de juegos Cashville luce a media capacidad. Señoras de edades de entre los 40 y 60 años son mayoría en el local. Entre ellas circula Miriam Elías, una diminuta mesera de 29 años de edad. Gaseosas, agua, jugos o paquetes de cigarrillos es el arsenal que día a día debe brindar a los cientos de clientes que arriban al lugar a probar suerte.
Ella es una de las 17 personas que laboran en esa casa de juegos, que forma parte de una cadena que se extiende por todo el país y cuenta con 12 locales. “Llevo dos años laborando acá. Antes había podido trabajar en otros lugares también de mesera”, cuenta Elías mientras distribuye jugo de naranja a verdaderas columnas de humo en las que se han convertido los tahúres.
Después de que la ola de pedidos se calma un poco, la mesera se toma un respiro para relatar que trabaja desde los 19 años, año en el que tuvo al primero de sus dos hijos, y por los cuales se ha esforzado a través de esta actividad, dice. Sus estudios universitarios se vieron truncados al tener que buscar trabajo para poder alimentar a sus hijos.
“La situación de ella (Miriam) es muy común en las casas de juego. Por lo general no somos muy exigentes con los requisitos, quizás solo el título de bachiller”, explica Héctor Buestán, jefe de operaciones de Cashville.
El director manifiesta que para el trabajo cotidiano no se necesitan mayores conocimientos, quizás algo en la zona de caja -en donde se realizan los pagos a los jugadores- se requiere tener dedos hábiles, pero de ahí el resto de labores es casi rutinario.
No lo niegan ni lo ocultan, sus rostros los delatan. Entre los empleados de esta casa de juego están en vilo desde la misma noche del pasado 7 de mayo, cuando se empezaron a dar los resultados oficiales de la consulta popular, sobre todo de la pregunta 7. “Esa bendita pregunta 7”, expulsan los labios de Fausto Lavanda, administrador de la sala de juegos. Palabras de mayor calibre se venían, pero las retuvo. Indica que es la frustración por lo que se podría venir.
“Detrás de nosotros existen decenas de personas que dependen de nuestros ingresos. Eso deberían tenerlo presente las autoridades antes de cerrarnos. No nos negamos a la regulación, pero no es justo un cierre total porque nosotros sí cumplimos con las normas”, recalca con amargura.
A sus casi 60 años, Lavanda es grato con los propietarios de la cadena que administra Cashville porque trabaja desde hace diez años en ese negocio.
“Es raro, por no decir imposible, que cualquier empresa te contrate cuando coqueteas con los 50 años”, manifiesta, no sin antes lanzar una mirada panorámica a la sala, un lugar en el que ha visto tantas partidas, pero que la última podría darse cualquiera de estos días.