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Mujeres guayacas, entre lo privado y lo público

Mujeres guayacas, entre lo privado y lo público
04 de septiembre de 2012 - 00:00

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Guayaquil siempre ha sido una ciudad de mujeres atractivas, inteligentes y carismáticas. No obstante, en el tiempo de los abuelos, el rol doméstico que recibían del sistema cultural dominante, las obligaba a permanecer confinadas en la casa, cuidando a los hijos y atendiendo al marido. Por ello, el principal lugar donde la mujer podía relacionarse con otras personas era la iglesia. A la salida de la misa, en alguna procesión o festividad religiosa se generaba la interacción con personas del sexo opuesto. Así lo relata el viajero francés De Gabriac, en 1866: “Al final de la ceremonia de salvación, rompimos filas, y la iglesia se transformó en salón, en un día de reunión mundana. Los hombres, que hasta ahí se mantenían abajo, se contentaban de mirar de reojo, se mezclaron entonces con las damas y formaron grupos diferentes. Nos quedamos hablando tres cuartos de hora y paseándonos a lo largo y ancho”.

Ese ritual de mostrarse bajo el cariz del cumplimiento devocional era muy común entre las jóvenes guayaquileñas del siglo XIX. Su natural coquetería atraía fuertemente la atención masculina. En medio del sermón se entrecruzaban miradas furtivas y al final de la ceremonia, los jóvenes se acercaban e intercambiaban tarjetas de presentación o “cartes de visite” (a la moda francesa). Las damas más resueltas conversaban y respondían a los cumplidos, lo que iniciaba amistades con buenas perspectivas. En cambio, las más tímidas sonreían y agradecían el gesto del resuelto caballero.   

En el culto, las mujeres guardaban el respeto necesario, deponiendo su habitual afición a la moda. El jesuita Mario Cicala decía que el uso de la “cola” en los vestidos de las damas guayaquileñas no era indicio de “la menor prueba de indecencia y de vanidad”; “antes bien”, continuaba, “siempre me pareció honesta y muy decente, habida cuenta de que el vestido es bajo en la parte anterior, para que pueda ajustarse con la cola. Lo que no sucede en otras ciudades, donde se lleva el vestido alto y corto”.

En siglos anteriores, la mujer era vista como el “ángel del hogar”, imagen conservadora que concebía que su rol en la historia y la sociedad radicaba únicamente en ocuparse de la educación de sus hijos y atender a su marido; es decir, asumir las interminables tareas domésticas. Pero los liberales radicales en su programa ideológico y político promovieron cambios en la modificación de las condiciones de vida de las mujeres ecuatorianas: Eloy Alfaro, en el primer año de su gobierno, empezó a incorporar a la mujer al medio laboral, asegurando su participación en oficinas públicas de telegrafía y correos.

Sin embargo, una rígida moral victoriana se imponía y vigilaba sus acciones, sobre todo en el ámbito público. Frente a lo cual, las primeras apariciones de la mujer ecuatoriana y guayaquileña, en particular, se relacionan con la fotografía y el gesto de “mostrarse”: a mediados del siglo XIX, las “cartes de visite” posibilitan la entrada de la mujer en la vida pública, ya que ellas eligen cómo quieren ser fotografiadas.

Quizá por lo anterior, a inicios del siglo XX se afirmó una tradición relacionada con los valores de la apariencia femenina y empezaron a elegirse “reinas de belleza”, en Guayaquil. Resulta interesante que, en 1909, se eligió una “reina del pueblo” en las fiestas cívicas del 9 de octubre. Pero esta joven proveniente de los sectores populares fue escogida, además de su belleza, “por su conducta intachable, su decisión al trabajo y la pobreza de su situación”, según una revista de la época. Es decir, se observaron virtudes físicas e intelectuales, así como elementos de índole moral y económica, explicables en el marco de lo que era Guayaquil: una sociedad racista, sexista y mojigata.

Desde el siglo pasado, a medida que se propagan los valores relacionados con el cuidado, la higiene y la imagen del cuerpo –el deporte y la gimnasia son otros espacios catalizadores-, la mujer escapa de su confinamiento doméstico y se incorpora a la modernidad, acaso liberada de su viejo rol de “ángel del hogar”, sometida como estaba a los deseos y necesidades de los “hombres de su vida”.

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