En su fase neoliberal, el capitalismo implementa, como nunca en su historia, la mercantilización de todos los espacios sociales. Se diseminan los llamados no lugares –como los aeropuertos, hoteles y shopping centers–, homogeneizados por la globalización, sin espacio ni tiempo, similares en todo el mundo.
Los shopping centers representan la centralidad de la esfera mercantil a expensas de la esfera pública, en los espacios urbanos.
Para la esfera mercantil, lo que importa es el consumidor y el mercado. Para la esfera pública, es el ciudadano y los derechos para todos.
Los shopping centers representan la ofensiva avasalladora en contra de los espacios públicos, son el contrapunto de las plazas públicas. Son cápsulas espaciales condicionadas por las estéticas del mercado, según la definición de Beatriz Sarlos. Un proceso que igualiza a todos los shopping centers, de Sao Paulo a Dubái, de Los Ángeles a Buenos Aires, de la Ciudad de México a la Ciudad del Cabo.
La instalación de un shopping rediseña el territorio urbano, redefiniendo, desde el punto de vista de clase, las zonas donde se concentra cada clase social. El centro –donde todas las clases circulaban– se deteriora, mientras cada clase social se atrinchera en sus barrios, con claras distinciones de clase.
Los shoppings, como ejemplos de no lugares, son espacios que buscan que desaparezca todo lo que es específico –no tienen ni reloj ni ventanas–, donde desaparece la ciudad donde están insertos, junto con el pueblo, el país. Esos vínculos son sustituidos por la conexión con las mismas marcas globalizadas de los otros shopping del mundo, liquidando con las diferencias y las particularidades de cada país y ciudad, achatando todas las formas de consumo y de vida.
El shopping pretende sustituir a la misma ciudad. Su aparición termina llevando al cierre de los cines tradicionales de las plazas públicas, sustituidos por docenas de salas de los shoppings, que promueven la programación estándar de las grandes cadenas de distribución.
El shopping no puede controlar el ingreso de las personas pero, como por milagro, solo están ahí las que tienen poder adquisitivo, los pobres están ausentes.
Hay un filtro, muchas veces invisible, constrictivo, otras veces explícito, para que solo ingresen los que cuentan: los consumidores. Al igual que el capitalismo neoliberal.
El shopping center es la utopía del neoliberalismo, un espacio donde todo es mercancía, todo tiene precio, todo se vende, todo se compra, todo está mercantilizado. Junto con los espacios públicos, desaparecen los cuidados y sus derechos. Que solo interesan mientras sean productores de las mercancías a ser consumidas en los shoppings.
La inseguridad en las ciudades –la real y la explorada por los medios–, el mal tiempo, la contaminación del aire, el tránsito, proyecta a la gente que puede refugiarse en esa cápsula, que los abriga aparentemente de todos los riesgos. Casi ya es posible nacer y morir en un shopping –solo faltan la maternidad y el cementerio–, hoteles ya hay. La utopía sin pobres, sin ruidos, sin calles mal cuidadas, sin chicos pobres vendiendo chicles en las esquinas o pidiendo limosna. El mundo del consumo, reservado para pocos, es el reino absoluto del mercado, que determina todo, no solo quién tiene derecho de acceso al shopping, sino también la distribución de las tiendas, los espacios obligatorios a circular, todo comandado por el marketing de las grandes marcas.
Como toda utopía capitalista, está reservada para pocos, porque basta el consumo del 20% de la población para dar salida a las mercancías y los servicios disponibles y alimentar a la reproducción del capital.
Para que esas cápsulas ideales existan, es necesaria la superexplotación de los trabajadores –niños, adultos, ancianos– en las oficinas clandestinas con trabajadores paraguayos y bolivianos en Sao Paulo y en Buenos Aires, así como en Bangladesh y en Indonesia, que producen para que las grandes marcas exhiban sus ropas y tenis lujosos en sus esplendorosas tiendas en los shoppings.
Es un espacio privatizado de las ciudades, reservado para algunos. Cuando jóvenes –como ahora en Brasil– deciden marcar sus encuentros en los shoppings, causan pánico en los gerentes de las tiendas, que no saben qué hacer, porque no pueden prohibir su ingreso, pero a la vez saben que no son los consumidores de lujo a los que están dirigidas las tiendas.
El choque entre el mundo de los shoppings y los espacios públicos tradicionales –plazas, espacios culturales, clubes deportivos abiertos– es la lucha entre la esfera mercantil y la esfera pública, entre el mundo de los consumidores y el mundo de los ciudadanos, entre el reino del mercado y la esfera de la ciudadanía, entre el poder del consumo y el derecho de todos.
Es un choque que está en el centro del enfrentamiento entre el neoliberalismo y el posneoliberalismo, entre la forma extrema que asume el capitalismo contemporáneo y las formas de sociabilidad solidaria de las sociedades que asumen la responsabilidad de construir un mundo menos desigual, más humano.