La integración no es, a estas alturas de la historia, ni un mito y menos una utopía. La prueba, entre otras, la da la constitución y desarrollo de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), que ayer cumplió tres años de existencia.
Y no se trata de una integración en papel o en los discursos, mucho menos con mandatarios y autoridades que se reúnen de vez en cuando para salir en la foto y no concretar nada. Por lo pronto, en ese campo, las cosas han cambiado y los resultados de esos propósitos, loables y hasta “románticos”, como gusta de calificar cierta opinión pública, encarnan una dinámica en la región para provocar un desarrollo mucho más ajustado a nuestras realidades y necesidades.
Cierto que el camino es difícil y empedrado de obstáculos. Eso nadie lo duda, mucho más si la diversidad de nuestro continente no solo es geográfica y cultural, sino que también las idiosincrasias constribuyen a su complejidad.
A diferencia de lo que muchos piensan, por aquello de que la izquierda es ortodoxa y sigue un solo manual, estos tres años han probado que dentro de gobiernos progresistas hay no solo diferencias sino un sello identitario: contribuir a generar el mayor bienestar para todas las naciones con base en la solidaridad, colaboración, respeto y acuerdos mínimos.
La Unasur tiene mucho por hacer y desarrollar, le falta mucha más integración de la que ha creado y sostiene todavía un ideal que la moviliza: crear la gran nación latinoamericana, como la soñó Simón Bolívar. Y con todo ello, los frutos hasta ahora recogidos solo son la base de un gran proyecto colectivo. En el campo económico está listo todo para que el Sucre sea el mecanismo de intercambio comercial que evite distorsiones e inequidades entre los países de la región. El Banco del Sur está gestando sus cimientos y concepción institucional.
Lo que no hicieron muchos gobiernos en décadas, los actuales miembros lo están concretando en menos de un lustro. Y eso fortalece y compromete.