La vida de Cristo, aquel humilde carpintero que pagó con su vida el desafío a la soberbia y prepotencia del poder dominante, le permite al mundo católico saber que nadie llega a nuestras vidas por casualidad, que todos quienes nos rodean e interactúan con nosotros están allí por alguna razón, para procurar nuestro perfeccionamiento personal y colectivo.
La prédica de Jesús de Nazaret está dirigida a los que no tienen voz, a los desheredados de la tierra que viven imaginando el día del Juicio Final, en una especie de curiosidad represada, pues lo que les ocurre es lo único que conocen y el sueño de un mundo igualitario los mantiene vivos.
Pero el ejercicio de fe difundido entre los cristianos no es un acto de venganza; es justicia, reparto equitativo de la riqueza y sufrimiento, pues nada, absolutamente nada de lo que nos sucede puede ser predeterminado: “Dadle al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Ni más ni menos, aun cuando ciertos sectores sociales vivan y mueran convencidos de que la sociedad los privilegió al nacer. El mensaje de amor sobre el que se construyó la Iglesia no es otro que el que profesa el padre al hijo, por los siglos de los siglos, y este acto de introspección, que lamentablemente se limita a la Semana Mayor, debe ser una herramienta de aplicación diaria y no una conducta anualizada. De lo contrario que lance la primera piedra aquel que esté libre de pecado.
Nuestra responsabilidad ética no es exclusiva; los pastores de la Iglesia también deben reflexionar sobre la forma en que están guiando a su rebaño. La intervención en temas políticos, la oposición hacia una adecuada educación sexual en los establecimientos educativos son algunos de los temas que deberán ser repensados. El Hijo de Dios, según las Sagradas Escrituras, ofrendó su vida en la cruz por nuestros pecados. Aquel sacrificio no ha sido en vano: la construcción de una sociedad más solidaria y justa está en marcha y nada la detiene.