La proximidad de la consulta popular ha minimizado las fanfarrías previas al Día de la Madre. Es como si los ecuatorianos hubiésemos dejado a un lado esa fecha tan importante, que celebraremos el próximo domingo.
Si bien en las últimas décadas el festejo se ha convertido en una excusa para que las perchas y vitrinas de los centros comerciales y almacenes se colmen de regalos para la “reina del hogar”, en el imaginario colectivo latinoamericano continúa siendo una celebración que tiene fuertes acentos en nuestra estructura emotiva.
El significado de este apostolado, en la posmodernidad, difiere únicamente en el grado de domesticidad que la antigüedad le asignaba a la mujer. Sin embargo, cuando hoy le asigna la sociedad un espacio productivo y el tiempo que debe compartir con su núcleo, es indispensable revisar el papel de madre.
La responsabilidad de engendrar, por ejemplo, no ha sufrido cambios; el sacrificio antes y después del parto sigue siendo el mismo. La diferencia se encuentra en la voraz competitividad del mercado laboral, cuando más de una mujer tiene que decidir entre la formación de un hogar o el ingreso a las aulas universitarias para obtener un título profesional que le permita acceder a los circuitos empresariales. Si es madre soltera, deberá enfrentar otros escenarios que, sin tomar en cuenta el bajo sueldo y su escaso poder adquisitivo, la convertirán en blanco de prejuicios y riesgos ante la falta de guarderías para el cuidado de su hijo, a pesar de los esfuerzos del Gobierno y de sus políticas sociales por dotar de espacios de este tipo.
Reconocer el trabajo abnegado de las mujeres, pero sobre todo de nuestras madres, es un deber ético que no debe agotarse en las bondades de los electrodomésticos y teléfonos de última generación con los que las condecoramos por todos los beneficios recibidos; acostumbrémonos a festejarlas todos los días con amor.