Luego de las fanfarrias y propósitos de enmienda por el Día Mundial del Medio Ambiente, ha llegado la hora de actuar diligentemente para que el legado que dejemos a nuestros hijos y nietos valga la pena conservarlo.
Esta convocatoria tiene que ver con la forma anárquica de acomodarnos en espacios diversos, a medida que se fueron expandiendo las ciudades.
El desorden y la presión irracional sobre los ecosistemas circundantes lograron destruir las tierras húmedas, ricas en vida silvestre, que -en el caso de Guayaquil- afectaron a Cerro Blanco, Cerro Colorado, Puerto Azul, Puerto Hondo y todos los ramales del Estero Salado, incluso los que se perdieron al sur de la urbe y los pocos que todavía se abren paso entre las ciudadelas de clase media alta. Todos quienes habitamos en ellas llenamos de basura orgánica e industrial sus caudales; es decir, somos socialmente culpables de la destrucción del entorno.
Pero también hay una significativa parte de responsabilidad en conocidos invasores de tierras que, sin medir las consecuencias, amontonaron grupos humanos de bajos ingresos en cerros vulnerables o tierras bajas propensas a las inundaciones. Sobra mencionar que atomizaron el suroeste de la ciudad en células de control clientelar y explotación, sobre todo en la provisión de servicios, con la complicidad de conocidos partidos políticos.
Es posible que, por las condiciones de postergación, no perciban que la aplicación de una agenda de desarrollo educativo generará claridad sobre el daño que soportan, aun sin saberlo. La remediación ambiental, desde este punto de vista, es un compromiso de todos.
El Pacto Mundial sobre Responsabilidad Social, por ejemplo, funciona desde el año 2000 en ciento treinta países y tiene la participación de grandes, medianas y pequeñas empresas en tareas de prevención de derrames de contaminantes, emisiones indebidas de gases que alimentan el efecto invernadero y programas de reforestación en áreas devastadas para la presencia humana.