Estos días han sido prolíficos en la reflexión nacional alrededor de las palabras del Sumo Pontífice de la Iglesia católica, el papa Francisco. Y es bueno que ocurra más allá de los credos y creencias de cada uno, de las religiones que se profesan en nuestro país y de las interpretaciones hechas de los sermones y discursos. En lo fundamental, en Guayaquil y en Quito, apeló a la familia y a la unidad. Y estos llamados deberían convocarnos a pensar por encima de esos apetitos proselitistas evidenciados en ciertos actores políticos. La unidad nacional es un valor supremo, no religioso ni político. Es la mejor herramienta para afrontar un reto común: acabar con la pobreza y sus efectos perniciosos en la vida colectiva del país. No es una unidad romántica ni difusa; convoca a un trabajo conjunto, al diálogo abierto y sin exclusiones, y mucho menos con condiciones antojadizas. La cosecha de una unidad plena es que, a pesar de las diferencias, podamos caminar hacia un país inclusivo, equitativo, igualitario y donde todos quepan. (O)
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