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Cuando ocho de cada diez empresas privadas ecuatorianas no tienen estudios de impacto ambiental, según cifras del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC), estamos tocando un punto que constituye un serio problema, en el que la emisión de gases, dispendio de energía, excesivo consumo de agua y mala disposición de desechos residuales, así como el indebido consumo de materia prima, están poniendo contra la pared al país y a la ciudadanía.
No podemos pasar por alto que ese pequeño número de organismos atentos a las regulaciones ambientales (apenas el 20%), entre ellos minería, manufactura de cuero y tinturado artesanal de tejidos, lo ha hecho por la cantidad de denuncias y para evitar más sanciones, sobre todo provenientes del mercado externo en el que uno de los aspectos de responsabilidad social los obliga a no negociar con quienes infringen controles ambientales, contaminan acuíferos y emiten gases con efecto invernadero; además de contratar a niños y niñas para labores propias de adultos, cuya existencia y remuneraciones ni siquiera están registradas en las nóminas.
¿Que cómo pueden estar ocurriendo estos problemas en Ecuador? Como siempre: a través de la cultura de la corrupción que le pone precio a cualquier desliz, por grave que sea. Por ello, el compromiso con el entorno y la sociedad empiezan, justamente, donde termina el viejo poder que todo lo puede, lo hace y lo permite; una especie de espíritu perverso que vive al interior de la ley. Por tanto, las empresas deben entender que responder socialmente no es altruismo ni filantropía; es una obligación ética que, a la larga, reflejará los beneficios financieros que traen las calificaciones y sellos de control ambiental. Una política de uso racional de recursos minimizará el impacto al entorno. Reciclar, crear sistemas de aislamiento del ruido, eliminar gases tóxicos y colaborar en el mantenimiento de áreas verdes son algunos de los compromisos por los que se puede empezar a procurar una buena salud ambiental.