Es innegable que el sistema de transporte masivo de la Metrovía resolvió el gravísimo problema que enfrentaban los guayaquileños para dirigirse de un punto a otro de la ciudad.
Sus grandes unidades llevan en poco tiempo -aunque apretados-, a un considerable número de pasajeros, con una velocidad superior a la de un vehículo particular.
Su introducción obligó a que salgan de circulación centenares de buses que, habiendo rebasado su vida útil, se habían convertido en un peligro constante para el peatón, incluso para sus compañeros de faena. Desde entonces, el tráfico en el corazón de la urbe, en las arterias que conforman las dos rutas de los articulados y de sus alimentadores mejoró notablemente, tal como ocurre en grandes capitales latinoamericanas y ciudades secundarias que cuentan con sistemas similares.
Sin embargo, en Guayaquil nadie toma en cuenta la armonía que debe haber entre lo público y lo privado, entre el tiempo de unos y la seguridad de otros, y menos en la comodidad de todos.
Actualmente se construye una nueva troncal para la tercera ruta de la Metrovía, lo cual constituye una buena noticia, pero no se ha tomado en cuenta la congestión que se produce -no solo en horas pico- en las avenidas de las Américas y 25 de Julio, así como en las pocas vías alternas recomendadas para evitar los nudos motorizados.
Lo cierto es que el caos entre los conductores que se dirigen hacia o desde las ciudadelas del noroeste, o en los alrededores de la Terminal Terrestre, crispa los nervios de cualquiera que trata de esquivar los obstáculos colocados en parte de la carpeta asfáltica y la máquinaria pesada que se moviliza sin considerar el tráfico.
El emprendimiento de proyectos para el beneficio ciudadano demanda la participación de todos quienes tengan responsabilidad en los ámbitos de gobernabilidad, administración pública y de aquellos que necesitamos de la armonía urbanística y los beneficios de una gran obra, para mejorar nuestra calidad de vida.