La noticia de la muerte de Osama Bin Laden, líder de la agrupación Al Qaeda, a quien Estados Unidos acusó de ser el mentalizador de la serie de atentados terroristas ocurridos el 11 de septiembre de 2001, que incluyeron los dos aviones estrellados contra las Torres Gemelas de Nueva York, la caída de otra aeronave en el Pentágono, en Washington, y una cuarta que se precipitó en un campo abierto en Shanksville, en el estado de Pensilvania.
El número de víctimas mortales después de esa jornada -el peor ataque que ha sufrido el país más poderoso de la Tierra en su historia- alcanzó la escalofriante cifra de 2.973 personas, según datos oficiales.
Desde aquel día, Bin Laden se convirtió en la cabeza que necesitaba el FBI en su bandeja para mostrarla al mundo occidental. Y es lo que ha ocurrido desde el punto de vista político: el asesinato del líder de la red Al Qaeda también es un golpe de suerte para la administración de Barack Obama, que ha tenido varios reveses en las medidas gubernamentales desde que llegó a la Casa Blanca. Este golpe de suerte o plan de la CIA lava -por el momento- la imagen vapuleada del ex presidente George W. Bush, quien emprendió la cacería del líder musulmán, pero con costos demasiado altos, como la de sumir a toda una nación en la paranoia colectiva y haber iniciado invasiones militares en lejanos países.
Su deceso llena de optimismo a los líderes mundiales de Occidente al considerar que “se ha dado de baja” al terrorista más peligroso y más buscado del orbe. Sin embargo, esos mismos mandatarios aceptan la posibilidad de que su muerte podría acarrear la ira de una disminuida -pero no menos peligrosa- organización como Al Qaeda.
Los gobernantes de los países que han participado en los últimos años en la búsqueda de los grupos terroristas deberán estar atentos ante posibles represalias, pero -sobre todo- deberán tranquilizar a sus habitantes y evitar caer nuevamente en escenarios de temor a un fantasma global sumamente peligroso.