Las autoridades municipales de Guayaquil, con todo el derecho, están ordenando el casco comercial a través del adecentamiento de calles y plazas, la ampliación de aceras y, sobre todo, con la prohibición de que los vendedores informales ejerzan su actividad en el sector.
La intención de cambiarle la cara a la urbe, para que deje esa apariencia de feria callejera, desordenada y sucia es buena. Pero nadie puede olvidar que las ciudades y pueblos del mundo deben su existencia a sus habitantes. El ser humano es, y debe ser, el eje de los cambios en cualquier jurisdicción.
La gran mayoría de quienes deambulan por el centro del puerto principal, comercializando alimentos o bebidas, lo hace porque no encuentra otra forma de ganarse la vida para llevar el sustento a sus familias.
Las condiciones de pobreza en las que se desenvuelve gran parte de la población no han cambiado con el modelo de ciudad exitosa; es evidente que se han agudizado. Un ejemplo es el caso de los informales no videntes que ocupan una mínima parte de las aceras en la avenida 9 de Octubre. Hasta hace dos semanas no habían tenido problemas en ofertar sus productos, hasta que los guardias metropolitanos los acordonaron para impedir su presencia. Ellos solicitaron audiencia con las autoridades y les fue concedida. El Municipio ofreció construirles kioskos en diferentes sectores de la vía, con una capacidad para cuatro personas. El lunes no se produjo la esperada reubicación y ayer la promesa de proveerles de un espacio formal que les devuelva la dignidad empezó a disiparse. Mientras tanto, siguen esperando, como siempre lo han hecho, la caridad y benevolencia oficial.
Sus actividades no molestan a nadie más que a quienes imaginaron una ciudad partida en dos: los espacios para la nostalgia por Miami y los suburbios que esconden la realidad de un conglomerado que nunca fue tomado en cuenta para progresar.