Los profesores de los colegios militares realizaron el lunes anterior un reclamo ante el Ministerio de Defensa: exigían que se aplique la Ley de Educación y la homologación de sus salarios que estuvieron congelados durante ocho años.
Los docentes habían sido obligados a renunciar a otros trabajos, los que les ayudaban a redondear un mayor ingreso.
En adelante deberían cumplir una jornada laboral de ocho horas, sin la compensación económica que el caso ameritaba.
Con la ejecución de la medida se organizaron para dialogar con la superioridad del plantel, pero únicamente recibieron dilatorias. Luego se desplazaron a la capital y, para no suspender clases que podrían perjudicar a sus alumnos, dejaron reemplazos o enviaron a la capital a sus familiares.
Este es un ejemplo atípico de responsabilidad para otros sectores que no han logrado visualizar una manifestación sin suspender las actividades que, aun sin proponérselo, vulneran el derecho de otros. Este proceder, durante años nos insensibilizó ante las consignas y nos acostumbramos al paro cíclico de una parte del magisterio que lo utilizaba como mecanismo de presión y chantaje.
Esta vez no ocurrió así. El reclamo de los maestros se produjo sin afectar a terceros, hecho que constituye un ejemplo para la ciudadanía.
También es una prueba de madurez de determinados gremios que buscan ampliar los canales de diálogo.
La promesa de incremento salarial se produjo, lamentablemente, luego de la medida de hecho, una vez que se agotaron todos los recursos que caben en solicitudes y reuniones.
La lección que nos deja esta actitud valiente para defender sus derechos, es que las medidas extremas se producen cuando no existe la intención o la paciencia para escuchar. Y esa delgada línea divisoria entre la tolerancia y el reclamo suele romperse con facilidad.