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El problema generado por la ingesta de bebidas alcohólicas adulteradas, hasta el momento, ha cobrado la vida de 47 personas, además de 200 individuos con intoxicación severa.
Desde inicios de julio anterior, cuando se detectó el brote en Los Ríos, las autoridades del Ministerio de Salud Pública están enfrentando al alcoholismo, uno de los más costosos males sociales de nuestra era. No solo el de quienes padecen una adicción crónica, sino también el de los conocidos “bebedores sociales”, una categoría que, hasta hoy, no tiene límites definidos.
La última emergencia en San Miguel de Bolívar nos mostraba a un grupo de jóvenes -entre ellos menores de edad- que, con el pretexto de una celebración, bebieron en grandes cantidades un licor conocido como “Papelito”. En este colectivo estaba la más reciente víctima de 23 años, quien no era consumidor asiduo de bebidas alcohólicas, pero de vez en cuando libaba con amigos, según informaron sus familiares. Este caso debe ser el punto de partida para analizar la forma en que solemos afrontar la diversión: según la Dirección Provincial de Salud de Bolívar, los jóvenes ingirieron más de cinco botellas. Si tomamos en cuenta que una copa de trago con metanol tiene la capacidad de producir daños irreversibles en la visión, imaginemos lo que puede provocar una cantidad mayor.
Desde hace casi dos meses se sabía que en varias provincias comercializaban ese mortal brebaje, sin embargo la ciudadanía no tomó precauciones para impedir que el mal se extienda. Solamente la declaratoria de ley seca en varios puntos del país permitió limitar su consumo. Esto se debe a que nuestra cultura está ribeteada por usos y costumbres que incluyen formas de estimulación generadas en el alcohol para aplacar nostalgias, exaltar atributos extremos y ponderar hazañas que individualmente jamás las podremos conseguir.
Esa vocación “semanera” está fuera del contexto de la vida familiar, de las responsabilidades con el medio ambiente y con la economía del hogar.