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Lo ocurrido en los últimos días en Libia obliga a una reflexión mucho más amplia de la simple tesis de un castigo a un gobernante o a enarbolar banderas sin sentido. Tampoco es aceptable una represión cruel, sean cuales fuesen las razones de Estado, y mucho menos de carácter personal y familiar.
Y ante todo ello es evidente que ciertas fuerzas políticas ajenas quieren imponer un modelo para un país distante y ahora en conflicto. Quienes defienden soberanía para otras naciones y respeto a la autodeterminación no pueden abanderarse ahora para imponer modelos, personas ni sistemas a una población que, sea de cualquier manera, ha tomado decisiones propias.
La OTAN no es inocente y tampoco puede dar cátedra al mundo de respeto a los derechos humanos. Lo único válido y oportuno es llamar a respetar, a todos los actores, la vida de la gente y la propiedad. No caben pretextos de ninguna naturaleza. Los rebeldes atacaron con armas y con el apoyo de fuerzas militares extranjeras a población civil y a las entidades públicas. ¿Cómo se llama a eso?
La renuncia de Al Gadafi solucionaría, de ocurrir, una parte de los problemas, ¿pero a dónde iría a parar Libia, una de las potencias petroleras del mundo, cuando los supuestos rebeldes se sometan a las políticas e intereses de potencias extranjeras?
La única voluntad de cualquier país extranjero debe ser contribuir a la solución pacífica de sus problemas, para ello no hace falta recurrir a las mismas prácticas que en otras regiones han significado sometimiento y violación permanente a la soberanía.
Por ahora es obvio que quienes se frotan las manos no son necesariamente los demócratas y tampoco los pacifistas. Las evidencias apuntan a los grandes empresarios y comerciantes de petróleo, mucho más ahora cuando la crisis financiera estadounidense demanda recursos al servicio de las corporaciones que sostienen el modelo capitalista más depredador.