La visita del presidente peruano, Alan García Pérez, la última en esa condición, permite advertir los cambios producidos entre los dos países tras la firma de la paz en octubre de 1998. El principal: el clima de confianza para el desarrollo del comercio, el turismo y la cultura, sin los recelos ni los temores del fantasma perverso de la guerra.
Ese capital (la paz), invaluable y provechoso, coloca al Ecuador en la posición real, concreta y plausible, para la verdadera integración, añorada desde siempre y vilipendiada por las maniobras e intereses, muchas veces, ajenos a los dos países. Bastaría revisar las cifras de la balanza comercial para alimentar mejores futuros y mayores sueños.
Sin embargo, a la luz de los hechos, es trascendental que un mandatario peruano llegue, sea condecorado y aplaudido sin ningún atisbo de temor o recelo. Tan solo como un hermano. Un símbolo que las generaciones actuales llevarán como memoria válida de la nueva época. Ahora hay un largo camino para construir la desmilitarización en la frontera, el desarrollo de proyectos comunes y conjuntos y, no está demás, la proliferación de tareas para eliminar la pobreza en las zonas de frontera, por la lejanía, en los dos países, de los centros de producción. Producto, lamentablemente, de las tormentas generadas por esas guerras innecesarias.
¿Quién se imaginaría, hace unos lustros, que Perú nos donaría 300.000 dólares para la iniciativa Yasuní? Esos “milagros” son posibles cuando prima el sentido común a favor del bienestar de los pueblos y no el apetito de los armamentistas.
Sea quien sea el próximo mandatario peruano, está en la obligación histórica de dar continuidad a este proceso, que no solo cierra las heridas de dos guerras y decenios de inseguridad.
Alan García le dio sentido simbólico y real a la paz y su visita al Ecuador refrendó la garantía de que su nación, junto a la nuestra, tienen mucho todavía por hacer, aunque lo recorrido hasta ahora ya sea bastante.