Ariel Rotter, cineasta argentino
“Tenía el deseo de hacer una película de mujeres”
Una mujer pierde repentinamente, en un accidente de auto, a su esposo y hermano. Sin tener tiempo para procesar el duelo, la viuda deberá enfrentarse a la posibilidad de reconstruir su familia cuando aparece un hombre que insistirá por ingresar a su vida, a la de sus dos hijas y a la de su madre.
La más reciente película del cineasta argentino Ariel Rotter, La luz incidente, gira en torno a la ausencia masculina en el hogar y las consecuencias que se derivan de este vacío en los mundos privados de las mujeres, particularmente en los de la protagonista, cuya memoria se revela incompleta, frágil.
Rotter presentó la película en Quito -distribuida por Vaivem- y Ochoymedio la volverá a proyectar esta semana. El cineasta se encuentra actualmente en Cuenca, participando como jurado en la VI edición del Festival de Cine La Orquídea.
El tema de la familia atraviesa su trabajo, ¿qué provocó que explorara en este terreno?
La película está inspirada en una serie de eventos que tuvieron lugar en el seno de mi propia familia. Si bien es una ficción, tiene anclajes familiares muy profundos para mí. Y partió como un deseo, una necesidad de entender cómo la familia a la cual pertenezco se conformó del modo en que lo hizo. Nací en una casa donde había dos retratos en blanco y negro de dos hombres (su padre y su hermano que murieron antes de que Ariel los conociera) de los que no se hablaba, pero que cuando nos mudábamos de casa estas imágenes siempre nos acompañaban. De niño tenía inquietud sobre esas personas, que terminé llamándolas mis propios fantasmas personales, porque además llevo el nombre de uno de ellos.
¿Por qué situó el conflicto de la obra en los años 60?
Porque el paradigma de bienestar de ese entonces es distinto al de ahora. Hoy el paradigma es que los niños estén bien, que haya armonía en el hogar. Ante un divorcio, nos dicen que con esa solución todos van a estar mejor, pero no hace tanto tiempo había la idea de que para que una familia sea sana, exitosa, bien armada, necesitaba de la presencia de una figura masculina, como garante de una crianza justa, equilibrada.
Hay como tres generaciones de mujeres en la obra, ¿por qué fue el foco en ellas?
Tenía el deseo personal de hacer una película de mujeres. Es como un gran desafío que sentía. Venía de hacer una película que se llamaba El otro, con Julio Chávez, que indaga un sentimiento muy masculino, de un hombre que a media edad de su vida empieza por primera vez a imaginarse cómo puede ser el resto de su existencia. Su mujer está embarazada, su padre está en decadencia y él se toma unos días que tiene mientras está de negocios al interior del país para jugar a ser otro. Es como una gran inmersión al mundo masculino. Un universo que estaba muy signado por la propia decadencia física de mi padre y de mis propios temores de ser padre.
Toda su obra parte de su experiencia personal...
Sí, si no no aguantaría los seis, siete años que me toma hacer una película (ríe).
¿Cómo le fue cuando exploró en el mundo femenino?
Tenía como la inquietud de indagar en algo que me resultaba difícil de comprender, es decir, el poder hacer un viaje hacia un alma femenina, hacia el sentir de una mujer. Luego, empezando el trabajo, me di cuenta de que no había tal diferencia, de que era un preconcepto, un prejuicio mío de pensar que sería distinto, pero en definitiva es una persona. Y fue lindo eso también: como la desmitificación.
¿El blanco y negro fue para acentuar la época o por el recuerdo de esas dos fotos?
Ubiqué la película en un lugar caprichoso, es un filme de época sin una edad del todo definida. Los hechos que ahí se cuentan sucedieron como entre 1967 y 1969, pero las fechas se mantienen imprecisas adrede, no tenía intención de fijar un año en particular. Fue más una decisión de orden estético y de poner un par de parámetros específicos para que deje de ser un tema (la época). Cuando haces una peli de época todo el equipo técnico está tan estimulado y no para de decir: ‘mira lo que encontré acá, mira este peinado’. Y, en ese sentido, me pregunté qué es lo mínimo que necesito para contar cierta escena y que se conecte conmigo, como realizador. Esa cosa chiquita era la que me importaba. Entonces venía el equipo con peinados, vestidos y utilería, y yo decía no, no va por ahí, y me bautizaron como la máquina de decir no.
Contar una historia sencilla...
Y esta es una historia de austeridad. La película solo podía ser austera. Mi desafío era tratar de que vos, como espectador, te conectes con esas mujeres y entiendas qué pasa en su corazón; poder hacer ese viaje con ella, habitar sus contradicciones, sus problemas y limitaciones. En definitiva, que vos seas quien decida sobre lo que trata la cinta. Ahora, como espectador, me aburren mucho las películas que tienen un discurso inequívoco, de esas que pasan diez minutos y ya me la imaginé toda. Y, por el contrario, disfruto enormemente cuando se me hace partícipe del hecho creativo, que yo tengo que completar lo que falta.
Películas que sugieren, más que tratar de ser fieles en algo...
No había el intento de ser fiel a una época. La peli evita cualquier anclaje a una realidad social, política, porque no es su tema, y si no vas a poder indagar, profundizar en las cosas, prefiero no meterme en eso.
Las cosas, para hacerse, necesitan como un tiempo de pantalla. No sé si te pasa, pero vas a ver unas pelis en las que suceden un montón de cosas, pero nada se termina de hacer carne y todo es como decorativo, con mucho ritmo, como esta especie de dictadura del Netflix. Es una enfermedad para el cine, porque la vida no es así, nuestra vida no es así. La propuesta fue, de algún modo, intentar hacer algo con esos materiales que me venían atormentando desde que era niño. (I)