Entrevista / luis ospina / cineasta colombiano
"Las obras de Andrés Caicedo y J.D. Salinger son parecidas"
Luis Ospina, reconocido cineasta colombiano nacido en 1949 y perteneciente al mítico Grupo de Cali junto a Andrés Caicedo y Carlos Mayolo, entre otros artistas, llegó a Ecuador hace una semana para participar como invitado especial a la XV edición de los EDOC. Entre la maratónica agenda que tenía, conversó con este diario sobre la ética de su cine y la relación que tuvo con sus más íntimos amigos.
En el centro de sus películas siempre está alguien estelar, no necesariamente en un entorno exclusivo o llamativo, ¿por qué opera así su trabajo?
Diría que mi cine documental es muy de personajes. He sido muy afortunado que cuando hago un documental, de pronto, aparece un personaje increíble, que puede ser un loco lúcido o un filósofo popular. Eso pasaba sobre todo cuando hacía películas callejeras, muy de guerrilla, cuando salía en la búsqueda de algo y encontraba una persona espectacular. En mis otros filmes documentales yo escojo los personajes que me interesan, con los cuales me identifico. De alguna forma, todo mi trabajo es autobiográfico, aun en las películas que he hecho de otras personas, como es el caso de Fernando Vallejo, tan controvertido. Me identifico con sus posiciones, con su sentido del humor, con su visión tan negra sobre la humanidad. También me identifico, desde luego, con mi amigo Andrés Caicedo, porque fue una persona que admiré muchísimo y es, quizás, el único genio que he conocido, así íntimamente.
¿Qué ha encontrado en Fernando Vallejo y Andrés Caicedo que no tenga otro escritor colombiano?
He tenido la fortuna de ser amigo de dos de los más grandes escritores, en mi concepto, que hay en Colombia, Andrés y Fernando. Me interesó Gabriel García Márquez en su momento, Cien años de soledad era una novedad, sí, pero no me decía mucho sobre mí mismo. Prefiero a los autores que escriben en primera persona y estos dos escritores, mis amigos, escriben exclusivamente así. Se me hace que la primera persona es lo mejor que puede tener la literatura porque hay un aspecto confesional, el autor se está comunicando con uno más directamente. En cambio la literatura que no es en primera persona puede volverse descriptiva y muy aburrida.
¿Cómo caracterizaría el lugar y la narrativa de Andrés Caicedo en el plano de la literatura latinoamerica?
Andrés Caicedo es un autor posterior al boom latinoamericano, pero se leyó todo de ellos porque desde muy joven llevaba unos cuadernos donde apuntaba cada libro que leía y hacía una pequeña reseña. Nosotros encontramos ese material. Su propuesta se aparta del boom, sobre todo de esa figura tan apabullante que es García Márquez. La literatura colombiana antes de Andrés Caicedo era una literatura rural, costumbrista y yo incluiría a García Márquez dentro de eso, pues para mí el realismo mágico es una especie de costumbrismo. El hombre moderno, el hombre urbano no había aparecido aún en la literatura colombiana, entonces el libro de Andrés, ¡Que viva la música!, es una de las primeras novelas urbanas y también sobre la juventud. En eso las obras de Andrés Caicedo y J.D. Salinger son muy parecidas porque abordan los problemas de la juventud y, sobre todo, de la adolescencia. Son libros que no pasan de moda porque los adolescentes siempre tienen las mismas torpezas, las mismas vicisitudes y estos autores lograron escribir lo que los adolescentes hubieran querido escribir sobre ellos mismos.
Si su cine es exclusivamente de personajes, ¿cómo establece la ética con las personas que filma?
Desde muy temprano en mi carrera me ha preocupado mucho la ética en el documental, la relación de filmador y filmado, porque el cine tiene esa tendencia de volver objeto al sujeto. Y por eso junto a (Carlos) Mayolo hicimos la película Agarrando pueblo hace muchos años, en el 77, como una reacción a la proliferación de películas y reportajes que en los sesenta y setenta abordaban la miseria en el tercer mundo. Notábamos que había en esos trabajos una demagogia porque eran tiempos muy politizados, cada uno tenía su agenda política y utilizaban al pueblo para promocionar sus ideas, su propaganda política, o para lucrar.
¿Y ahí fue cuando surgió la categoría ‘pornomiseria’ para interpelar esa forma nociva de abordar el cine?
A la par que hicimos Agarrando pueblo como una reacción, también lanzamos un manifiesto que se llamó ‘Qué es la pornomiseria’. Creo que fue un término que lo inventamos Mayolo y yo, y se lo ha usado hasta estos días. Pero el origen de esa palabra no es muy conocido. En Brasil, me acuerdo, los del Cinema Novo, entre ellos Glauber Rocha, en sus escritos y declaraciones hablaban de la ‘pornochanchada’, que era este cine como vulgar que proliferaba en la industria fílmica brasileña. Entonces, si el cine porno vuelve el sexo una mercancía, la pornomiseria vuelve la realidad una mercancía, porque es muy frecuente que se filme a la gente y que esa gente nunca vea cómo utilizaron su imagen.
Por eso hay mucha gente, incluso muchas comunidades indígenas, que no se dejan filmar porque piensan que les van a robar el alma, y realmente la cámara puede robarles el alma porque sabemos que todo es manipulable.
¿Ha cambiado en algo esa forma de retratar a las personas?
Creo que una película como Agarrando pueblo sigue vigente porque el tema de la pornomiseria sigue sucediendo. No solo en el cine, sino en la fotografía o en las artes plásticas. Ahora, por ejemplo, con el tema de los refugiados hay cuestionamientos de ciertas fotografías que se han hecho, de estos bebés que están en la playa muertos, han acusado a algunos fotógrafos de manipular las cosas para que se vean peor. Muchos años después de la Guerra Civil Española, por ejemplo, se descubrió que las tomas emblemáticas de la lucha de los republicanos contra Franco eran fotos falseadas, como una de Robert Capa, donde a un tipo aparentemente lo están matando en ese momento. Es una gran fotografía, pero falseada.
¿Cuál sería el límite ético entre filmado y filmador?
Me he topado con esa pregunta por lo menos en una película específica que se llama Nuestra película, en la cual un artista, Lorenzo Jaramillo, que estaba en proceso de morir de una enfermedad terminal relacionada al VIH, me llamó para que hiciera un filme sobre él, sobre sus últimos días, ya que no podía pintar y estaba reducido a la cama, estaba ciego y la única forma que él tenía para trabajar era hablando. Él quería que yo pusiera mi cámara a su servicio para que hablara porque era un gran conversador. Entonces yo veía que mi cámara estaba registrando poco a poco su muerte y hay una frase de Jean Cocteau que siempre he tenido en la mente que dice que la cámara registra a la muerte trabajar, y en este caso era literal. Yo insisto que el acto de dejarse filmar es el acto de mayor generosidad que puede tener un ser humano con otro; entonces, uno tiene que ser fiel a esa persona. Ahí está límite. (I)