El exviceministro de cultura jorge luis serrano reflexiona sobre la visión artística de las autoridades
El lustrabotas de Nebot o cómo construir imaginarios subalternos
La imagen lo muestra sonriente y paternal, bondadoso, a punto de sacar un billete, sonriendo con la expresión achinada y los ojos casi cerrados mostrando el rostro que le ha valido su popular sobrenombre. No cabe duda, está contento. Como si el muchacho que le lustra el calzado no fuese una escultura de metal sino un verdadero betunero que se ha ganado una propina por hacer su trabajo como debe: diligente y en silencio. En actitud simétrica y perfecta con el famoso político, el cabizbajo niño de metal mira, sumiso e impertérrito, hacia el suelo.
Al igual que la escultura que congela el rictus obediente del sujeto representado, el niño trabajador, la fotografía congela e inmortaliza el instante del encuentro entre esta y quien la ha mandado a hacer y provoca un diálogo sugerente. El Alcalde de Guayaquil inaugura con visible gesto de satisfacción una obra que da cuenta de la calculada agenda simbólica que ha preparado y viene desplegando, desde hace mucho tiempo, en su ciudad, una agenda que, evidentemente, está pensada hasta el último detalle, ya que en ella traduce la huella espiritual que busca dejar en la memoria colectiva del lugar que al final dirigirá por casi dos décadas.
A lo largo y ancho de esa ciudad es posible encontrar vestigios y evidencias de esta voluntad simbólica, desde el gigantesco fresco en el cielo raso del Salón de la Ciudad en el imponente Palacio Municipal, que lo retrata a él mismo, sí, al Alcalde en funciones, en uno de los más clamorosos actos de culto a la personalidad que recuerde la historia de la política ecuatoriana, junto al patriarca autoritario Febres-Cordero, no tanto como refundadores del puerto sino casi como Dios y Adán en la famosa obra de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina; hasta el lago artificial construido para emplazar el busto sombrío y fantasmal de su mentor y padre político.
En Miguel Ángel y en el Greco se encuentran, sin duda, los referentes inalcanzables para los hábiles y detallistas artesanos, más que artistas, que respectivamente son contratados para el efecto. Obreros del arte que, previsiblemente, al igual que el lustrabotas de la escultura, cumplen silenciosos su labor tras ser tocados por la voluntad del gran oligarca.
El espacio público donde se emplazan estas obras, que buscan representar los orígenes de la ciudad ha dicho el propio Alcalde y que “solo un verdadero guayaquileño puede entender”, curiosa e irónicamente se encuentra clausurado para las personas de carne y hueso que se dedican a esas y otras actividades afines. Los comerciantes informales, que desempeñan trabajos análogos al de cangrejero o betunero, suelen ser retirados a empellones por inflexibles guardias metropolitanos; y los artistas callejeros, como los mimos, por ejemplo, pueden ser detenidos por atreverse a ejercer su oficio en los dominios socialcristianos. La lógica nos dice que los informales de hoy serán inmortalizados en estatuas del futuro, aunque ahora sufran toda clase de atropellos.
De ahí a visualizar la trasnochada y retardataria concepción del arte que profesan Nebot y sus comisarios de la cultura, encabezados por el director de la Biblioteca Municipal, es tan fácil como tenebroso: mientras más realista o figurativo este sea, mejor, pero para emplazarlo como un adorno barroco de dudoso gusto que no estorbe ni demande mayores atenciones, como sí podrían hacerlo sus modelos vivientes. A esos, a los modelos vivientes, el Municipio de Guayaquil se reserva el derecho de admisión, tal como reza en los portones de ingreso al Malecón 2000, la gran pasarela otrora pública que mira hacia el manso Guayas y que es administrada por una fundación privada.
En otros lugares de la ciudad, a la entrada de los túneles, en sus parques y grandes avenidas, gigantescas esculturas a un mono, una iguana y un papagayo se traducen en gestos grandilocuentes de lo que es el arte público para Nebot y lo que propone a los habitantes de la ciudad: una simbología por completo ajena no solo al debate contemporáneo sino que subraya la idea de un arte ornamental inocuo, insípido y monstruosamente literal. Así como las prohibiciones inconstitucionales de las bases del Salón de Julio, que vetan la participación de obras con contenido sexual, y la persecución a artistas de vanguardia, cuando grafitean las paredes de la ciudad, se traducen en lo que no debe ser. Aparte de ornamental y figurativo, el arte socialcristiano debe ensalzar la moral y las buenas costumbres del Opus Dei echando mano de una matriz conceptual ni tan siquiera decimonónica, sino abiertamente medieval.
¡Ven para lustrarte!
Meses atrás el mismo Alcalde que inauguraba sonriente la estatua que ensalza el trabajo infantil, develaba un mural denominado ‘Reales astilleros’, donde se podían ver los rostros de sus colaboradores más cercanos. Por un lado, las autoridades aparecen como herederos de los fundadores españoles; y por otro, al pueblo llano y anónimo se lo perpetúa en oficios subalternos.
La idea de inmortalizarse en una obra emplazada en lugares de circulación masiva podría estar tan presente como la voluntad de asentarse en el inconsciente ciudadano como sucesores naturales de los precursores de la ciudad. Nebot y su equipo echan mano de principios básicos de la psicología de masas y la psicología social al momento de decidir dónde, sobre qué, cómo y cuándo inaugurar una ‘obra de arte’ en el espacio público, un espacio restringido para uso de la ciudadanía, pero dispuesto para el ejercicio de un dominio, no solo físico y material sino también simbólico, muy a la manera de modelos totalitarios que tanto dicen criticar sus acólitos, pero que el burgomaestre porteño emula en estos gestos.
En términos de reflexión y crítica, el mutis mediático que la prensa ‘libre’ conserva sobre esta agenda abierta del Municipio de Guayaquil para controlar el arte y orientarlo a sus fines, acompañado del correlato de un arte por encargo, se ve al final traducido con claridad en una suerte de propaganda social e ideológica a través de objetos y contenidos culturales. El silencio cómplice es funcional a tales intenciones. Es que, en el caso de Guayaquil, ciudad que prácticamente carece de políticas públicas locales para el fomento de la libre creación artística, estamos ante el más evidente ejercicio de una entidad pública en el control de contenidos de acuerdo a cuestionables, subjetivos y hasta superados principios morales para evitar cualquier posibilidad de crítica social.
El molde conceptual de la propuesta artística que impulsa el Municipio de Guayaquil busca consolidar simbólicamente una matriz jerárquica de corte colonial, donde las relaciones de poder y dominación no se denuncian sino que se sacralizan a través de obras y estatuas que congelan, para siempre, el gesto subalterno del pueblo en los personajes representados. Ninguno de sus gestos es gratuito ni se encuentra desconectado, no da puntada sin hilo, lo que busca Nebot es consagrar una matriz de pensamiento que subraye, a su vez, la relación jerárquica y de dominación que mantiene el grupo que representa sobre el pueblo guayaquileño, donde la élite se reserva -incluso- el derecho exclusivo de elegir la forma en la que ese pueblo debe ser representado. Y seguro piensa esa élite retrógrada que este, además, debería agradecer por la literalidad de esa representación.
El ‘me gusta’ o ‘no me gusta’ es una dicotomía superada hace mucho tiempo en los debates sobre apreciación estética y tampoco aplica para entender el arte público, el cual cumple la función esencial de interactuar con la ciudadanía que día a día circula por las calles de una ciudad. Este tipo de arte, en los lugares donde se utiliza, se ha caracterizado por poseer una gran fuerza política, pues al ser y estar destinado a un espacio público, se convierte en una práctica política. Esto lo saben Nebot y sus asesores, aunque de arte en sí mismo parece que no conocen mucho.