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El amor y la belleza, las bases del Buen Vivir

La belleza puede entenderse como una delicada ofrenda de felicidad que toda persona se concede a sí mismo, y a los otros.
La belleza puede entenderse como una delicada ofrenda de felicidad que toda persona se concede a sí mismo, y a los otros.
Foto: cortesía de Pixabay
08 de mayo de 2017 - 00:00 - Redacción Actualidad

La competitividad es uno de los conceptos más usados por la economía pública y privada. En general, explica la capacidad de los sectores económicos -productivos y comerciales- para innovar, desarrollar, producir y vender con ventaja sus productos en los mercados, con mejores patrones de eficiencia de recursos y productividad que los competidores.

Según el Índice de Competitividad publicado en 2016 por el Foro Económico Mundial, Ecuador está en el puesto 76 del ranking, entre los 142 países analizados; el puntaje se mide observando la forma como se utilizan los recursos del país, y la capacidad del mismo para proveer prosperidad a sus habitantes.

La noción de competitividad en la economía parece incuestionable. Casi nadie quiere ser perdedor, no ser rentable, o pactar con socios dadivosos, dejados, ingenuos, que no quieran prevalecer venciendo a rivales. Este dogma se asume como evidente y se pregona en la mayoría de escuelas y tradiciones económicas. Sin embargo, sabemos que no es cierto que solo mediante la competencia se pueda lograr eficiencia, inclusión social, dignidad, buena calidad y sustentabilidad. Infelizmente, se sigue insistiendo en ganar para que otros pierdan. En nuestra sociedad hay mucho crecimiento material, demasiada competencia por consumir, por ganar, pero el logro de la felicidad social está estancado.

Replicamos una belicosa pauta cultural derivada de la percepción de que pertenecemos a una red de rivalidades, donde prima pensar en el beneficio propio, llevando al egoísmo al grado de virtud. Ese dogma competitivo está contagiando la generalidad de las relaciones sociales; interviene en la esfera política y social, en la cultura y los deportes, en la academia y la burocracia. La competitividad ha creado sed de poder, fomenta ventajas de todo tipo, genera la ansiedad por ganar a toda costa, multiplicando las desarmonías. 

No nos damos cuenta de que la competitividad conlleva el conflicto -si no la guerra-  como norma. Fortalece esa capacidad de empuje que brota del ego, que exige  despuntar, dominar, ser reconocido. El ego siempre desea acumular las cosas del mundo externo, buscando llenar el vacío interior, y acaba negando “el amar a tu prójimo como a ti mismo”.  No se trata de destruir al ego, sino de usarlo éticamente.

Los modelos que ‘desarrollan al progreso’ -debido al adoctrinamiento materialista- no integran las cuestiones del amor y la belleza en sus ecuaciones, que se perciben como datos inservibles y  marginales. Si hablamos de competir y ganar poder, está bien; si conservamos de amor, es sensiblería, capricho religioso. Pero necesitamos de estas nociones para posibilitar el despliegue del Buen Vivir.    

El amor y la belleza son nociones interconectadas, como el cielo y las estrellas. La belleza puede entenderse como una delicada ofrenda de felicidad -la base del Buen Vivir- que toda persona se concede a sí misma, y a los otros, como un reconocimiento de amor. La estética de lo bello es el lenguaje que nos permite aproximarnos social y culturalmente, sorprendiéndonos. La belleza nos traslada, una y otra vez, hacia la contemplación, y posibilita que nos presentemos como somos,  cuidadosos, legítimos, respetuosos, solidarios. Es gracias a lo bello que podemos contemplar paisajes agradables, proteger los ecosistemas, respetar al prójimo, y regalar salud y serenidad a la sociedad. Lo bello nunca existe impurificado; la naturaleza no produce suelos contaminados ni desarmonías que agreden la vida humana.

Los seres humanos somos esencialmente seres amorosos, proclives más a ser felices que infelices. No somos esencialmente competitivos. Es desde el poder del amor que podemos nutrir la armonía y enriquecer con belleza nuestra existencia.  ¿Quién no le agradece al jardín, cuando el colibrí llega, batiendo sus alas sobre esa flor, que la Pachamama entrega? 

El Buen Vivir traduce un proceso de cambio esencialmente cultural y espiritual que germina de la armonía con uno mismo, con la sociedad y con la naturaleza. No se desprende de la negatividad egoísta que genera la competencia. Es el camino hacia la armonía lo que da un sentido profundo a nuestra existencia. Nos pone en contacto con el amor que define todo lo que nos falta para alcanzar bondad, creatividad y cuidado; nos pone en contacto con lo que nos humaniza, espiritual e inteligentemente.

Todo el despliegue del Buen Vivir depende esencialmente de la capacidad de entender cómo somos y quiénes somos, y que podamos identificar nuestras emociones, sabiendo qué nos perturba. Debemos ser capaces de mirar hacia el centro del alma y aprender a ser mejores seres humanos, más enteros y felices en el mundo, con los otros y con la naturaleza. No es compitiendo que se transformará positivamente el mundo. (I)

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